SUFRIR Y SEGUIR SONRIENDO Y CREYENDO.
¡Es tan fácil ser egoísta con la propia vida! El corazón
busca el descanso, busca protegerse en medio del cansancio. Busca el reposo en
medio de la tormenta. Busca el silencio después
de muchas palabras.
Jesús conoce mi sed y mi cansancio. Sabe lo que tengo y lo
que me falta. Le conmueve mi cansancio y
ver tanto dolor, tanta pena en el mundo que ha creado con tanto amor. Ha visto
el sufrimiento del hombre y sufre por él. Sabe cuánto sufrimiento hay en el alma.
Sufre conmigo, sufre contigo.
Me gusta pensar que le
puedo entregar mi dolor a Jesús. A Él le importa todo lo mío. Le importan mis
alegrías y mis penas. Por eso le puedo entregar el dolor de los que sufren. Mi
propio dolor y el de muchos.
Tantas veces me toca ofrecerlo en la Eucaristía. Dejo allí,
sobre el altar, esos dolores que yo no puedo cargar solo, que pesan más que mi
alma, que a veces me hacen llorar en lo
más hondo del corazón.
A veces pienso al ver a otros: ¿Cómo se puede sufrir tanto y seguir
sonriendo y creyendo? Es posible porque lo veo. Es posible hacerlo con una fe
inmensa. Necesito entregárselos a Dios
para que Él los transforme.
Decía el padre
Kentenich: En los muros del Santuario,
se rompen nuestros dolores. Allí, en esas paredes que lo escuchan todo, lo
guardan todo.
María, a quien una
espada atravesó el corazón, aguarda mi llegada. María, que abrazó entre
lágrimas el cuerpo muerto de su Hijo, me espera con las manos vacías a recoger mis dolores, mi vida cansada.
Es verdad que el dolor permanece después de haberlo entregado todo: La oración no
elimina el dolor físico ni la angustia psíquica, pero si proporciona cierta
fortaleza moral para sobrellevarla, con paciencia. Sin duda, ha sido la
oración la que me ha ayudado en los momentos de dificultad.
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