SEMANA SANTA.
La Semana Santa, la
semana grande de nuestra fe, está a punto
de empezar. Una Semana Santa con
santos, con cofradías, con procesiones, los fieles, ojalá sean muchos, acudirán
a las iglesias a los oficios, otros lo harán telemáticamente, tanto unos
y otros compartirán algo esencial, milenario, poderoso: la fe, la esperanza, el
amor y sobre todo tener muy presentes a
todos los emigrantes, pobres, enfermos y
de las guerras que tantas víctimas originan, seguiremos rezando por la paz.
La fe de la que nos alimentamos no es nuestra fe,
sino la del Crucificado, la de aquel
Dios-hombre que abandonado por casi todos
y sintiendo incluso el mordisco
de la duda sobre la fidelidad de su propio y divino Padre, se dejó caer
en los brazos del misterio para ser
recogido, después de muerto, por los
brazos de su madre. El “Dios mío, ¿por
qué me has abandonado?” fue el grito más humano que un Dios puede proferir. El
que pronunció a continuación:”En tus brazos encomiendo mi espíritu”, fue el
más divino que puede decir un hombre.
Ahí está contenida nuestra fe, en creer que Dios sigue cuidando de nosotros aunque no
entendamos por qué pasan tantas cosas malas y por qué Él las permite.
De esa fe nace la
esperanza. Una esperanza que nuestro
pueblo sabio simbolizó en una madre que no se rindió ante la muerte del hijo.
La Virgen de las Angustias, la Macarena, la Dolorosa y otras tantas, es siempre
la Virgen de la Esperanza. La esperanza que brilla como una luz en la noche
oscura de la fe dura y pura. Pero precisamente por eso una esperanza que nos
sostiene, que no nos permite rendirnos, que nos sigue manteniendo en pie,
aunque lo que tengamos entre los brazos, como María, sea sólo un cuerpo muerto,
a veces nuestro propio cuerpo muerto por el pecado.
De la fe y la esperanza, como de la tierra y la lluvia, brota
el amor, la resurrección. No es un fruto fácil. Amar y no odiar, perdonar y no
tomar venganza, compartir aunque se tenga poco, trabajar bien aunque otros no
lo hagan, volver a empezar aunque se
caiga, todo eso y mucho más es el amor. Pero es el resultado de la fe en
que Dios no nos abandona y en que ese amor merece la pena, aunque no se vea
inmediatamente los resultados.
Esta es nuestra fe, de la que tenemos que dar testimonio siempre
y especialmente en estos días grandes de Semana Santa.
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