ENVEJECER
Envejecer no significa
perder la belleza, sino transferirla del rostro al corazón.
No es sencillo ver el paso inexorable del tiempo.
Comprender que las horas pasan y los
días, y no van a volver. Me queda menos tiempo para vivir eternamente. Pero el
desgaste y la pérdida de muchas cosas erosionan el ánimo en ocasiones.
Veo la luz maravillosa que ha dejado el tiempo en mi rostro,
en mi aspecto. Hay un miedo terrible a perder facultades. Y un deseo enfermizo
de adquirir una eterna juventud. Ya sea mediante el ejercicio físico, la
comida, las terapias o cualquier otro camino saludable.
Algo que retrase el adiós definitivo al don más grande que recibí
al nacer en el seno de mi madre.
Despedir a los amigos. Dejar de ser autosuficiente, perder el
don de la juventud que a todos encandila. Dejar de sonreír por miedo a mostrar
mi alma. Dejar de hablar para que no vean mi torpeza incipiente.
El miedo a perder mis dones, mis talentos, mis capacidades.
La angustia ante ese día en el que el
Señor venga, quizás cuando menos lo espere.
Como si toda mi experiencia no sirviera para nada, porque ahora las cosas se hacen de forma
diferente. Hay nuevos medios, nuevos caminos y los míos ya son antiguos, están
caducos.
Me niego quizás a aprender cosas nuevas, porque me asusta
todo aquello que no controlo, que no domino.
Siento que mi alma se va poniendo vieja. Tal vez el cuerpo
más que el alma. Las frustraciones de la vida, los sinsabores aceleran que la vejez me invada
por dentro.
Las circunstancias no pueden determinar mi felicidad. Quiero
seguir sonriendo cuando casi no pueda sonreír. Quiero tener paz cuando la vida
que llevo no sea la que antes llevaba. Cuando dependa de otros que guíen mis
pasos.
La mejor manera para cuidar mi actitud interior es ser siempre positivo. Lo que puedo hacer ahora lo hago con constancia, como si fuera
el último día de mi vida.
No dejo para mañana lo que puedo hacer hoy. No dejo de soñar
con un mañana largo aun sin saber cuándo vendrá Jesús a mi encuentro.
Es con él con quien quiero
compartir esos últimos años de olvidos,
de pérdidas, de carencias, de miedos, de confusión.
Años en los que las únicas certezas me las darán los amores
verdaderos. Aquellos que el paso de los años no logra enmudecer. El amor auténtico nunca envejece. El amor que cuido
en los años de juventud será sólido y
firme en tiempo de vejez.
No me turba entonces el paso
de los años porque lo más verdadero permanece siempre. Lo auténtico
nunca muere. La paz de Dios no desaparece.
Quiero gritarle a Dios
que me siga llamando cuando viva
desgastado y sienta que los hombres no
me necesitan. Cuando me aparten a un lado porque ya no es requerida mi
sabiduría. En esos momentos en los que me duela el corazón no dejaré de mirar al cielo y confiar.
Dios me sigue mirando igual que siempre. Mejor aún, ama mi alma madura y mis heridas. Esas
que creo que me afean, son la firma de
Dios, son mi belleza, son mi historia sagrada. Allí nace, con una belleza
infinita, el beso joven de Dios sobre mi alma siempre joven.
Comentarios