El poder sanador de la misericordia

 



¿Qué hacemos cuando vemos una fragilidad en alguien cercano? ¿Cómo lo miramos? ¿Cambiamos respecto a él?

Cuando amamos a alguien, a veces, queremos que sea perfecto, que sea lo que yo he soñado, lo que necesito, que responda a mis expectativas y a mis ideales. Y cuando descubrimos que  es de barro, o que ha cambiado, cuando vemos su limitación, su incapacidad, su pecado, nos alejamos decepcionados, nos enfadamos, como si nosotros fuésemos perfectos. Nos sentimos traicionados. Nuestra mirada cambia. Y se nos olvida esa limitación, esa caída. Durante mucho tiempo el resto de cosas que esa persona haya hecho no cuentan. Sólo brilla su fallo. Lo tratamos de acuerdo a su limitación. Se lo recordamos siempre con palabras, silencio  o gestos a veces delante de otros.

Nos cuesta amar al otro tal como es. Con su verdad, no con la que yo imagino, con su historia, con su don y pecado, con su nombre con sus heridas, con sus sombras y sueños. Nos cuesta mucho que conozcan nuestra fragilidad. La tapamos. Nos da miedo que no nos quieran, que nos rechacen, no queremos arriesgarnos. Si somos honestos, eso nos pasa  a todos.

Debería ser que, al darnos cuenta de la debilidad del otro, lo amasemos más. En ese momento,  frente a nosotros, esa persona está indefensa, vulnerable, se ha caído ese muro que todos tenemos para ocultar lo que no nos gusta de nosotros. Nuestra mirada de acogimiento o de juicio puede levantarle o dañarle por mucho tiempo. Necesita que le digamos que le queremos, que estamos con él, que le ayudamos, que no le juzgamos, que nos sigue pareciendo maravilloso, que seguimos confiando en él. Que nosotros también somos frágiles. Que necesita ser sostenido y abrazado. Hace falta mucho amor para quedarnos cuando el otro ha fallado, para seguir amando sin creernos superiores.

Es ese amor  verdadero, que no es egoísta, que piensa en el otro y no en uno. Así ama Jesús. Cuando caemos sale a nuestro encuentro diciéndonos que nos quiere como somos, que cree en nosotros, nos abraza y nos perdona. Nos da una nueva oportunidad. Lo cierto es que desde nuestra pequeñez siempre podemos crecer.  Pero, ¡cuánto nos cuesta ser educados y corregidos! Queremos que esto ocurra sin esfuerzos,  sin sufrimiento, sin dolor.  La pereza nos ancla y nos limita. No nos sentimos capaces de crecer, nos conformamos. El esfuerzo nos parece demasiado grande.

En la vida es necesario esforzarse, luchar, entregarlo todo sin escatimar esfuerzos. Nos resulta difícil aceptar las correcciones. Hace falta mucha humildad para acoger lo que nos dicen. Cuando lo hacemos vemos cómo nos está hablando Dios. El orgullo, la vanidad, nos hace rocosos y rígidos, poco abiertos a escuchar, poco flexibles a los cambios.

Jesús nos pide que ayudemos a otros a crecer en su camino. Sin condenarlos, con humildad y mucho amor y respeto, con infinita misericordia. ¡Cuánto nos cuesta corregir con cariño a las personas que queremos. Nuestro estilo debe ser el de Jesús. Mirar con misericordia, con comprensión, con ternura, con paciencia, con admiración por lo sagrado del otro, protegiendo su fama, preocupándonos sólo por él, no por nosotros. .

Antonio

Comentarios