Antes de
hablar necesito pensar si me conviene decir lo que pienso, porque mis palabras pueden hacer daño o pueden
construir.
Quiero
pensar si lo que voy a decir construye y edifica, porque hay muchas
personas rotas que necesitan una reconstrucción de sus vidas.
Quiero saber si lo que digo es
conveniente, o no ayuda.
Hablo
por no callar. Digo las cosas por no
permanecer en silencio. Y me equivoco.
No quiero que mis palabras expresen
sólo un sentimiento que tengo. Importa
lo que siento, pero a veces no ayudo con
lo que digo hablando desde mi herida..
Cuando lo que digo está teñido de rencor, de rabia, de indignación,
de desaliento, sé que no ayudaré a nadie.
Mis palabras pueden hacer
mucho daño y sé que cuando las
pronuncio o cuando las escribo, ya no hay remedio, son lanzadas al viento y ya
no pueden volver atrás.
No tengo derecho a decir
todo lo que pienso. Caiga
quien caiga, sin importarme las
consecuencias.
Cuando no pienso antes de hablar, cuando no calculo las consecuencias, me equivoco. En ese preciso
momento comprendo que mi silencio es lo
único que me salva siempre.
Aunque hay palabras que me
ayudan y construyen. Hay momentos en los que tengo que pronunciarme y decir
algo, tratar de acompañar la vida que se me confía. Me piden un consejo, esperan una palabra de aliento, aguardan una
respuesta. En esos momentos mi silencio
no salva a nadie. Entonces hablo. Pero
pensando antes lo que procede.
Conozco personas que tienen ese don
de saber decir lo que corresponde en cada momento, la
palabra precisa, el consejo sabio. Saben dar el abrazo que cubre mil silencios y tienen la habilidad
de levantar al caído con la delicadeza
de Dios.
Las conozco y me da una envidia sana
ver lo bien que saben lidiar con el
dolor ajeno.
Esas personas tienen un don del
cielo.
También hay otros que
son imprudentes y no sé cómo acaban diciendo lo que no conviene. Hieren
sin querer herir. Su forma de
decir las cosas es a
veces dolorosa.
Son las palabras un arte que
tengo para decir con amor lo que
pienso, lo que siento. No puedo eludir las
palabras, pero tengo que aprender el lenguaje que el otro entiende.
Ponerme en su lugar, adaptarme a su forma
entender lo que digo. Ser prudente, sincero, amable.
Decirlo todo
con amor, callar con misericordia.
Las palabras al ser pronunciadas,
escritas, cobran vida de repente y deciden el camino que seguirán los
acontecimientos.
Puede
que mis palabras sean razonables y verdaderas. Puede que incluso
necesite decir lo que siento para sentirme
en paz. Aunque no es fácil ordenar los sentimientos que tengo, las emociones.
Puedo acompañar el dolor con caricias y abrazos o pasar de largo mostrando indiferencia. Puedo decir
lo correcto, lo que edifica, o callarlo
por pudor o por
miedo.
Las palabras nacen en el alma y
cobran vida. Expresan mucho más de lo que parece. Y despiertan vida en las
almas que las leen o escuchan conmovidas.
Antonio
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