DOMINGO XV TIEMPO ORDINARIO CICLO A
“SALIÓ EL SEMBRADOR A
SEMBRAR”.
Cuando los labradores sembraban con un saco en bandolera y al
boleo, por mucho cuidado que pusiera el labrador, siempre había granos que
caían en el camino. Venían los pájaros y
se lo comían. El efecto era el mismo que si no hubiese sembrado. Así ocurre con el que oye la
Palabra de Dios, pero no la acoge en su corazón.
En tiempos de Jesús
había linderas y espinos cerca de los
sembrados, por lo que algo de semilla caía en ellos. No era mala tierra, pero
los espinos y zarzas terminaban por ahogarla e impedir que diera fruto. Hoy
siguen existiendo las personas que comienzan algo: unos ejercicios
espirituales, unas charlas cuaresmales, las homilías del domingo; pero no lo pasan a su vida corriente: la familia, el trabajo,
las relaciones sociales, el ocio. No lo hacen porque tienen que
cambiar de comportamiento,
desafiar las modas, dejar placeres muy atractivos, dar mucha importancia al dinero…….terminan
volviendo las espaldas a Dios.
Están aquellos en los que la Palabra de Dios brota con la
misma rapidez que la semilla cae en tierra pedregosa, pero se seca con la misma rapidez cuando llegan los
calores. Son los inconstantes, los superficiales, los que no se comprometen en
serio con nada, los que nunca se preguntan en serio para qué están en la vida y cuál es el sentido que
ésta tiene, ni qué hay después de la
muerte. Ese grupo es muy numeroso hoy en día.
Hay un terreno donde la semilla arraiga y produce fruto. Ese
terreno puede ser de primera, de segunda o de otra categoría, y, lógicamente el
fruto será distinto. Este grupo es más numeroso de lo que podemos imaginar. De
él deberíamos formar parte todos nosotros. Porque todos estamos llamados a
desarrollar plenamente la semilla que Jesús depositó en nosotros el día de
nuestro bautismo y fecunda continuamente
con su Palabra, sus sacramentos y los buenos ejemplos de tantos. ¿En cuál de
estas clases de terreno me veo
reflejado? El Señor es, a la vez sembrador, semilla y fruto. La semilla de su
Santísima Humanidad fue sembrada en la
tierra feraz de su muerte y resurrección, y produjo un fruto tan abundante que
salvó a todos los hombres de sus pecados y les abrió las puertas del Cielo. Ese
fruto, además, llega a nosotros a
través de la Eucaristía convertida por
el mismo Cristo en el Pan de la Vida Eterna. Que estemos siempre preparados
para participar en ella con fruto y luego sembrarlo en nuestra vida.
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