Vivíamos en una bonanza equilibrada, habíamos alcanzado el
pomposamente denominado “estado de bienestar”, considerábamos naturales y
merecidos los infinitos medios materiales que servían de base de sustentación
práctica a nuestro día a día, nos habíamos acostumbrado a contar con un ritmo
de progresión permanente y garantizado, tanto en el terreno profesional, en el
de la salud, como en el social o en el estrictamente doméstico…. Y confiábamos
en que la tendencia al crecimiento seguiría su curso sin defraudar las
previsiones. Pero no fue así. Nos llegó, muy al contrario un no por esperado
menos brusco frenazo que conmovió las
estructuras de nuestra realidad presente y de nuestro proyecto de futuro. La
pandemia como consecuencia del coronavirus
que tantos fallecidos ha producido, tantos enfermos contagiados que ha
producido un cambio total en la forma de vivir estos meses, todos confinados.
Como consecuencia de esta pandemia, no
sólo nos está dejando dolorosas muertes,
ha crecido el número de personas
que sufren física, social, psicológica y espiritualmente, provocando una grave
crisis económica y social. “Crisis” que achacamos a la incompetencia de nuestros
dirigentes políticos y sociales por no haber sabido dar respuesta a la
responsabilidad que, tan generosa como despreocupadamente de antemano habíamos
puesto en sus manos…Bien, y ahora ¿qué?. Ahora lo más duro es hacerse a la idea
de que muchos aspectos de nuestra vida se han visto modificados para integrarse
en la nueva situación, de que hemos de dejar a un lado ciertas consideraciones,
a veces de rango puramente social y recuperar así un mayor grado de sencillez y
de austeridad, cualidades éstas que por
cierto lejos de restar calidad, engrandecen a quien las toma por bandera,
porque posiblemente estemos en los prolegómenos de una nueva era necesitada de
más esfuerzo, de más iniciativas, de más lucidez, de más confianza y de más
audacia, si es que nuestro maltrecho occidente aspira a construir la existencia
humana sobre la solidez de los valores más propios del hombre y no sobre los
vaivenes de la riqueza material, tan poderosa y tan peligrosamente definitiva
pero, al fin y a la postre, tan convencional y tan ficticia.
Es indudable que todas las clases sociales se han visto afectadas
en mayor o menos medida, en ocasiones incluso en aspectos esenciales de la vida
personal y, lo que es mucho más doloroso del proyecto más básico de la
organización familiar. Así las cosas, y como las relaciones y la consideración
de unos con otros suelen regirse por las pautas establecida y generalmente
aceptadas, sucede que existe y se instala entre nosotros un cierto “respeto
humano”, algo de pudor vergonzante que cohíbe a quienes se encuentran en
situación de necesidad, algo que les impide manifestarse abiertamente en
demanda de ayuda. Por eso a todos nos urge seguir el ejemplo de María en las
bodas de Caná, descubrir las necesidades de otros allí donde se encuentren,
buscar el remedio y proponerlo, buscando en nosotros mismos si es posible,
proponerlo devolviendo la confianza perdida, suscitando nueva esperanza,
ofreciendo ese impagable acoger que es imprescindible para una vida digna en
libertad, y que será tanto más fraterno y más provechoso para los demás cuando
más incluya algo de lo más nuestro, de
lo que más apreciamos, de lo más ligado a nuestra propia seguridad, porque
seguridad es lo que nuestro prójimo demanda: la certeza de que, para el que se
siente hijo de Dios y todo lo confía a su providencia incansable, nada hay que
no pueda ser superado y transformado, incluso cuando, como está pasando,
tenemos la impresión de que se tambaleaba algunos planes que parecía
inconmovibles.
Que el Señor, por mediación de María y al amparo de la
Trinidad, nos ayude a ser auténticos servidores y tomemos el ejemplo de María
que con prontitud se puso en camino para visitar y ayudar a su prima Isabel.
Así nosotros, sin reservas ni pereza, con una voluntad entregada.
Antonio
Comentarios