Si hay algo que nos
está recordando hoy la pandemia del COVID-19 es que todos somos iguales,
pero al mismo tiempo distintos.
No importa si tienes o no más
dinero, si eres alto o flaco o si eres creyente o ateo, al final somos vulnerables y debemos pensar en ayudarnos.
El tema no es si somos católicos, budistas o musulmanes, en
fin… Podemos seguir nuestro propio credo, pero la fe en últimas nos dice que
estamos bajo la Bendición de un mismo Dios.
Al conocer los estragos
del virus nos corresponde poner los
pies sobre la tierra, asumir la tarea de
solidarizarnos y lograr que la inmensa
mayoría de las diferencias que nos distancian desaparezcan. El gran y
efectivo antídoto ahora es: la esperanza.
Todavía vemos por ahí gente que discrimina, que humilla y que
no ha entendido que, más allá de las
diferencias, todos somos iguales.
No podemos quedarnos
en la queja permanente ni seguir
llorando por los fiascos y sinsabores que hemos
afrontado. Es preciso unirnos y tomar las riendas de nuestras vidas para mejorarla en
pro nuestro y en general para bien de la humanidad.
Esta pandemia , de alguna forma, nos está uniendo y sé que
encontraremos la energía y el valor
que nos permitirán sobreponernos a
los contratiempos vitales, y sobre todo, a motivarnos para ser mejores
personas.
Esta fase de incertidumbre por la que atravesamos nos
proporciona el empuje necesario para dar un
paso al frente y dejar atrás
rencores, frustraciones o enemistades.
Debemos pasar de la
resignación y la amargura a la acción y el optimismo. Necesitamos
acudir a las reservas que tengamos de
ánimo, de solidaridad y de fe en Nuestro Señor y en su Madre.
Es algo que todos debemos hacer, pero no podemos olvidar que
se trata de un viaje muy personal en el que cada granito de arena hará posible
la confirmación de la Misericordia Divina.
Recordemos a que a lo largo
de nuestra vida hemos padecido, en cada momento difícil, la sombra
pertinaz del sufrimiento y así mismo cada quien ha sido valiente para
afrontarlo.
Hay que asumir desde
nuestra condición este reto por la vida. Hay que salvarse, no solo de esta
enfermedad sino también de los síntomas convulsivos de la envidia, del egoísmo, del orgullo y de
esos comportamientos obsesivos que en lugar de salvarnos nos deterioran.
Al final, no existe otro salvador que uno mismo, pero de
igual forma de lo que yo haga dependerá
lo que los demás puedan lograr. La solidaridad implica también respeto mutuo.
No nos vengamos abajo.
En tiempos de adversidades siempre es necesario limpiar, sentir, ayudar y,
sobre todo, dimensionar el gran poder de la fe.
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