Viene a mi memora cómo
me conmovía al mirar a mi madre ya
mayor y enferma. Estar con mi madre.
Escucharla aunque no tenga sentido lo que decía. ¡Qué importa! ¿Cuántas cosas que decimos tampoco tienen sentido! A
lo mejor ella veía una realidad mejor de
la que yo veo. A lo mejor vislumbraba ya el cielo en sus ojos confusos.
Me alegraba saber que
ella estaba a mi lado. Me alegraba
verla sonreír por cualquier cosa. Me gustaba
verla sentada o de pie recorriendo la
casa a su ritmo cada vez más
pausado. Me gustaba su mirada abierta y llena
de luz. Creo, que con el tiempo, se parecía más a los ángeles. Eso me daba mucha paz. El
paso de los años limpió su piel y su
mirada. Ya no había malicia. Sólo esa inocencia sagrada de los niños que ella había recuperado
mágicamente. Lo que me sorprendía y alegraba. Llegamos a ser
niños otra vez con el paso del tiempo. Ya no nos afecta tanto el
entorno, porque todo es mágico.
La miraba y veía a
Dios y mi corazón se conmovía. Entonces mi madre era mejor que nunca. Mucho mejor. Más de Dios, más
tierna y transparente, más llena de
luz y sonrisas. Me alegraba el corazón,
su vida me daba paz.
Me conmueve pensar que los años pueden hacerme
más parecido a Dios, a los ángeles. Me
emociona ese amor de Dios que
limpia nuestro corazón. Me gustaba esa mirada de mi madre que siempre se
alegraba con aquel que veía. Jesús miraría
así. Es la mirada de aquel que se
ha entregado.
Somos más de Dios
cuando no nos empeñamos en retener, en hacer, en conquistar. Cuando no nos
obsesionamos por cuidarnos tanto, por hacer
que nos respeten. Ya no hay barreras ni límites. Nos postramos. Nos
humillamos. Nos dejamos llevar cuando pasan
los años y vacilan las fuerzas. Nos dejamos hacer como Jesús llevado
hasta el Calvario.
La vejez y la enfermedad rescatan la pureza de lo que somos
en lo más hondo del alma. Nos asemejan
más a Dios. Nos hacen más transparentes. Dejan brillar la luz que hay escondida
en el corazón. Se acaban todas las palabras que
buscan explicaciones. Sólo queda una sonrisa cuando libremente nos sabemos más
de Dios y ya menos de los hombres. Como si estuviéramos ya yéndonos
suavemente sin querer atarnos a la tierra que nos sostiene.
Antonio
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