En nuestras sociedades
occidentales aumenta el número de personas ancianas debido al nivel de vida y al progreso constante de la medicina.
Envejecemos por razones biológicas, pero también por razones culturales: con frecuencia, la vejez
implica una clara reducción de la actividad y, consecuentemente, de la
productividad.
Nuestra sociedad heredera
de la era industrial y de un crecimiento ininterrumpido desde hace
generaciones concede poca importancia a
los ancianos.
Nuestras sociedades
envejecen y ven que el número de personas mayores aumenta mientras que el de
jóvenes disminuye. El mito de la
juventud como una etapa deseable, envidiable y rica en esperanza gana cada vez más amplitud.
No admitimos que el tiempo pasa, tenemos miedo de los signos
de envejecimiento del cuerpo. Las modas y la opinión contemporáneas exaltan el culto a
los valores juveniles, mientras que la vejez se convierte rápidamente en
sinónimo de debilidad y declive.
Yo creo que hay que liberarse del miedo a la vejez para aprender a
envejecer bien.
No se trata de negar las sombras y fragilidades de la vejez,
pero tampoco se trata de que la
alienemos: envejecer forma parte del
camino de la existencia y es una etapa
de la vida que tiene sus propias ventajas.
Se supone que los años
deberían traer paz para el alma. Esa paz que nos da el hecho de saberse que
hemos hecho lo que Dios quería a lo largo
de nuestra vida. Se trata de poseer una alegría serena fraguada en luchas, sacrificios y renuncias.
Una serenidad conquistada en la certeza de saber que es Dios quien
construye nuestra vida. Madurez de vida,
tranquilidad del alma, paz del corazón. Eso sí, con las inseguridades y dudas,
porque no desaparecen con el paso de los
años. Aunque sabemos que el reposo verdadero sólo lo logramos cuando
descansamos en Dios, cuando nos fiamos
de sus planes, cuando nos abandonamos en sus deseos.
La serenidad de los que ya no tiene nada que demostrarle a nadie, tampoco así
mismos, porque han vencido y han sido derrotados, han caído y han alcanzado la
cimas, han amado y han experimentado el desprecio. Es la madurez de la vida, es esa felicidad que todos
quisiéramos tener, una felicidad ganada
con el paso de los años, sin
prisas.
Con la calma que da saber que lo hemos dado todo y que los
resultados poco importan, porque la vida pasa y el amor es eterno y estamos
hechos para la vida verdadera. Esa vida
con Dios en la que Él ha inscrito nuestros nombres en el cielo
Conviene aprender a
vivir según cada etapa de la vida, ya que cada una solamente se vive una
vez. En cada nueva etapa debemos aprenderlo.
Una vida generosa, la clave para envejecer bien. Una vida
buena que persiga el bien común diariamente. Una vida bella que implique
contemplación, oración, fascinación, gratitud.
Tener una actitud de
búsqueda del bien común día a día, con
una conciencia despierta ante la
importancia de nuestras elecciones y de la calidad de vida que intentamos establecer con quienes
nos rodean.
No podemos conseguir una vida plena sin los demás. ¡Ahí creo
yo que está la clave!
Una vida buena está, en definitiva, marcada por el amor que
damos y que recibimos.
No hay que esperar a la jubilación. Ya, desde ahora mismo, sin importar nuestra edad, no perdamos nunca de
vista el sentido del prójimo.
Trabajemos junto a las generaciones jóvenes con todo nuestro
corazón. Y aunque la fuerza física nos falle, vivamos con intensidad todas nuestras acciones, hagámoslas con amor: desde
una llamada a los nietos hasta el compromiso en un voluntariado.
No hay nada como una mirada repleta de amor para protegernos
de la tristeza y el hastío.
Creo que hay que transmitir un solo deseo a los jóvenes que
tienen toda la vida por delante y toda
la vida para construir una vida generosa:
“Que un día alguien
pueda decir de ti que has
amado mucho, que tu vida fue una historia de amor y que, por tanto, fue una vida que mereció la pena vivir”
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