La responsabilidad y el compromiso no están de moda. Es
frecuente que alguien te diga entusiasmado que puedes contar con él pero luego,
a la mínima dificultad o pasado el polvorín del momento, te empieza a explicar
los buenos y justos motivos por los que no puede ayudarte. Otros, por miedo a
equivocarse, no llegan a comprometerse con nada ni con nadie. O se comprometen,
sí, pero sólo por un tiempo, por probar, por interés, por quedar bien, hasta
que encuentran algo mejor o diferente. Y ahí los tienes, dedicados a mariposear
de acá para allá, siempre en busca de novedades, justificando con muy santas
excusas su inconstancia, su comodidad y sus ganas de no complicarse la vida.
Asumir responsabilidades, en lo bueno y en lo malo, es síntoma
de madurez humana y espiritual. Allí donde pongas el clavo, martilla y golpea
sin cansarte hasta que hagas de él un punto de apoyo sólido y firme. Es
preferible decir no a tiempo que crear falsas expectativas en otros a los que,
tarde o temprano, dejarás plantados. Has de cuidar la coherencia de vida
también en esos compromisos que has decidido asumir en tu estado matrimonial,
en tu trabajo, en tu amistad, en tu grupo de apostolado, en tu parroquia, en tu
relación con Dios. Que tu sí sea, verdaderamente, un sí, con todas las
consecuencias. Pero con esa constancia que no se cansa ante las dificultades y
que está siempre dispuesta a mantener ese sí por encima de cansancios,
desganas, apatías, comodidades, dificultades, críticas o persecuciones. Y te
irás pareciendo en algo a ese Dios incondicional e inmutable en el amor,
infatigable en su misericordia, irrevocablemente fiel en su entrega, al que has
de irradiar y testimoniar también en la forma de asumir las responsabilidades
concretas de tu vida.
Antonio
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