A medida que se avanza en la vida, se adquiere un mayor
instinto sobre el tiempo presente y su misterio, tomando conciencia de que no
se necesitan vivencias que vengan de fuera para sentir que se vive de verdad.
Quien vive el momento presente se siente así mismo y toma conciencia de su entorno con
mayor profundidad. Por eso es capaz de
dar un simple paseo y disfrutarlo, o le basta una charla sincera con un amigo
para olvidarse de su teléfono móvil.
Nadie es adulto por querer parecerlo, no se es más joven por
ir al gimnasio y cuidarse la piel, o por vestirse como los adolescentes. La
verdadera vitalidad la tiene quien vive
a tono con su edad, comprendiendo que la mejor edad para vivir es la que
uno tiene, porque es su presente, su vida.
El anciano que sabe con mayor realismo que la vida tiene un
fin y experimenta crecientemente sus limitaciones, acepta con naturalidad vivir
activamente cada día de su vida, porque sabe que es protagonista de su presente
y permanece siempre abierto a las oportunidades que le brinda cada día. Puede
ser como un niño que se deja asombrar por lo cotidianos y descubre lo
extraordinario en las cosas pequeñas y ordinarias de la vida, porque adquiere profundidad en la
mirada.
El coraje de vivir el
presente. El Papa Francisco ha exhortado una y otra vez a salir de la
“parálisis”, a no conformarse con encontrar la felicidad en un “sofá”,
“vegetando”, ”embobados, “atontados”, sino
a defender nuestra dignidad y no dejar que otros decidan por nosotros
cómo debemos vivir.
Para ello es necesario no dejarse devorar por el consumo y la
lógica del rendimiento y la productividad, recuperar el tiempo de silencio y
meditación, de pensar y reflexionar en profundidad, de hacer un esfuerzo por
ver más allá de mis propios interese inmediatos. El valor del tiempo gratuito
es condición indispensable para el amor y para
la oración. La profundidad de nuestros vínculos y de nuestra vida
espiritual dependerá en gran medida de nuestra forma de vivir el presente con
plena conciencia de quiénes somos y para qué vivimos.
No consiste solamente en disponer de algunas horas en la semana para meditar o
salir de paseo, sino de operar un cambio
en el centro de nuestra vida, de una
verdadera conversión, para vivir cada instante de nuestra vida con plena
conciencia del presente, de quienes somos y de quienes nos aman. La calidad
de vida depende en gran medida de
nuestro modo de vivir en el tiempo, depende sobre todo de aquello-o mejor dicho
de Aquel-que da sentido a la vida. La calidad
de nuestras relaciones también depende de la profundidad de nuestros diálogos,
de nuestra capacidad para estar con los
que amamos.
Antonio
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