Contempla la Cruz, mira
a Cristo, clavado en ella, y descubre una extraña significación de las
heridas del crucificado.
Necesitamos poner delante
de nuestros ojos a Aquel que con sus heridas nos ha curado, el que venda
nuestras llagas y nos promete, al palpar las huellas dolorosas, la
resurrección.
Cada una de las llagas
del Señor responde a un gesto
supremo de solidaridad, de amor, como
réplica a todas las prepotencias, vanidades, incredulidades, evasiones,
mediocridades, huidas de los discípulos, tuya y mía.
Mira al Todopoderoso, el Hijo de Dios, clavado en la mayor
impotencia, sujeto al antojo de los
hombres. Observa las manos heridas del artífice
de la creación, atravesadas
sujetas. Fíjate en los pies
detenidos, inertes, del que fue
mensajero de paz; contempla el costado traspasado del que no hizo otra
cosa que amar. Pero todas estas heridas
no le han sido infligidas como resultado
de un accidente, de un mal entendido, de una mala suerte, de una
estrategia política, sino como consumación de un proyecto de amor. “No me quitáis la vida, soy yo quien
la entrega libremente”
Es muy posible que tú también estés padeciendo alguna
impotencia, incomprensión, desprecio, juicio inmisericorde, trato violento e
injusto, rechazo a tus gestos de amor, insensibilidad a tus ofrendas.
Las heridas de la
vida, a la luz de las heridas del
Crucificado, se pueden convertir en el mejor testimonio de entrega, de donación
de sí. En el diálogo mantenido entre Jesús y el que estaba también crucificado
a su derecha, descubrimos una reacción humana luminosa. A fin de cuentas
nosotros sufrimos como consecuencia de nuestra conducta, reconocía el buen
ladrón, mientras que este, refiriéndose
a Jesús, sufre injustamente.
De mirar y mirar a Jesús en la cruz, descubro destellos
transfiguradores sobre las experiencias más dolorosas de la vida.
Jesús, en sus llagas, sufre los efectos de nuestros egoísmos,
convertidos por Él en motivo de amor. La
mayor prueba de amor no es morir por un
hombre de bien, sino por quien no tiene título honroso. Jesús se entregó por nosotros, aun siendo nosotros
causa de su sufrimiento.
Cada uno de nosotros puede transformar sus heridas
redentoras, solidarias. No sólo por aceptarlas con paciencia, sino porque al
padecer puede asociarse a la Pasión de Cristo, y cabe descubrir el
privilegio de compartir las señales más
autentificadoras del amor.
El cristiano conoce el secreto de poder vivir el gozo de la adversidad, la esperanza contra toda
esperanza, el amor frente a los enemigos.
Esta sabiduría se recibe al mirar al Crucificado. El error posible proviene de
desviar la mirada y fijarla en el comportamiento de los que nos rodean. Cuando
volvemos nuestros ojos y los ponemos en las categorías sociales, humanas, de
nuestro mundo, perdemos el sentido transcendente de la realidad y perecemos en
agravios comparativos, por celos, por rivalidad, por sentirnos despreciados o
ignorados, y nos obsesionamos por pensar que en la vida nos ha tocado una mala
suerte.
Jesús reconvierte en
la cruz los signos de muerte en esperanza de vida, y los motivos de
sufrimiento, en posibilidad redentora, sea por
expiación propia, sea por solidaridad amorosa.
El Crucificado sigue siendo el Maestro de vida, no humilla a
quienes padecen, sino que concede un sentido superior a lo incomprensible del
dolor y de la muerte, para interpretar las propias heridas, y las de los que
constantemente comparten con nosotros sus pruebas.
Sólo os invito a que detengáis vuestros ojos en quien es la mayor muestra de
amor.
Antonio
Antonio
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