Cuánta superficialidad en nuestro hablar. Cuánta apariencia,
y hasta mentira, escondemos, a veces, detrás de la amabilidad de nuestras
palabras o de la cortesía en nuestro trato. No es cuestión de buena educación;
es, sobre todo, cuestión de cuidar la caridad con el otro en aquello que
decimos, opinamos o pensamos de él, por respeto a su dignidad y por amor a Cristo, que está presente en él.
No tenemos reparo en desplumar la gallina, en dejar títere sin cabeza, en
indagar en la vida del otro hasta llegar a su primera papilla, con tal de dar
cuerda al desorden de la curiosidad. Podemos convertir nuestros ambientes de
trabajo, de apostolado, de parroquia, en patios de corralas, en los que todos
saben todo de todos. Parece ser, que en
nombre del Evangelio, tenemos derecho a saber y contar la última novedad en
cotilleo y en chismes, por el cierto prestigio que eso parece darnos ante los
demás.
Hemos de contemplar más el silencio de Jesús. Silencio de la
Palabra hecha carne en Belén. Silencio en los largos años de vida oculta de
Nazaret. Silencio, sobre todo, en la Cruz, en donde sólo habló su amor al Padre
y a todos los hombres. Pero hemos de contemplar también su modo de hablar. Algo
había en su palabra que atraía irresistiblemente a las multitudes. Aquel trato
tan exquisito de detalles de caridad, aquella cercanía tan respetuosa con
todos, aquella mirada tan veraz y sincera, que envolvía a los que se le
acercaban, hacía creíble su mensaje de misericordia incondicional a todo
hombre. No quieras ser tú de los que entretienen su entrega con Dios con el
trajín de dimes y diretes que a todos gusta. No caigas en la sutil tentación de
halagar inútilmente tu curiosidad con el ruido de los chismes y cotilleos que
otros te cuentan, porque cualquier día recogerás tú las plumas que otro te
quitó.
Antonio
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