No vivimos encadenados a un cuerpo que sólo pide desaforos
contra la voluntad de Dios. En la medida en que somos hijos de Dios, así
es nuestra libertad. El problema está en
cómo ejerzo mi libertad., dónde pongo el corazón y el entendimiento para ser
aún más libre. Perdemos de vista que es uno mismo el que elige, el que toma
decisiones constantemente, el que, ante una situación concreta, hace un juicio
u otro. Esto ocurre todos los días, y a todas horas, los demás, las circunstancias,
el ambiente, no son excusas que nos impiden realizar actos buenos o
responsables. El ambiente influye, y mucho. Pero, en último término, soy yo el
que, en mi conciencia y en mi actuación, doy el paso definitivo.
Por tanto, ¿qué medio pongo, en mi día a día, para que lo que
me afecte esté dirigido a la gloria de Dios? ¿Hago oración todos los días?
¿Rectifico la intención cuando algo no sale conforme a lo previsto? ¿Acudo con
frecuencia al sacramento de la confesión? ¿Hago todas las noches un breve examen,
ante la presencia del Señor, para ver cómo ha ido el día? ¿Procuro adquirir un
pequeño propósito para el día siguiente, aunque sólo se trate de un detalle de
convivencia? He de vivir en esta vela interior para no dejarme atar por afectos desordenados, o
por la impureza interior de los
pensamientos, porque el corazón siempre necesitará un asidero en el que
depositar sus querencias.
Poner nuestro corazón en sintonía con Dios, nos evitará
desperdiciar el tiempo y la cabeza en apegos de los que, tiempo después, nos
arrepentiremos. Así vivió la Virgen, y así llevó hasta las últimas
consecuencias aquel “sí” con el que entregó su corazón enteramente a Dios.
Pídele cada día su protección materna, para que guarde la pureza de tu corazón
y de tus intenciones.
Antonio
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