Villancico y pasión (III)


- No temáis, dijo el hombre; los soldados me persiguen, pero nunca he hecho otro mal que el necesario para defender nuestras vidas. Sólo pido refugio y un poco de fuego para mi mujer y mi hijo.
- Acércate, dijo María a la mujer. tus ropas están heladas. Dame a tu hijo que lo duerma en mi regazo.
Y tendió las manos, pero la mujer la rechazó con un grito:

- No ! !Nadie puede tocarlo más que yo ! El tuyo es hermoso y sano. Guarda tus manos para él.
María la miró con extrañeza, sin comprender, y la vio llorar en silencio, besando aquella carne de su carne para calentarla, como una vaca a su nacido.
Cuando fijó sus ojos en el cuerpo del niño comprendió por fin. Unas pústulas rosdas se abrían en sus rodillas, y redondas escamas de plata le salpicaban el pecho como la tiña del musgo blanco en el tronco del abedul.
- !Lepra!...

!No tengáis miedo, repitió el hombre del cuchillo..; no nos acercaremos al vuestro. Ya estamos acostumbrados a andar siempre al borde de los caminos, a no pisar los molinos ni las viñas, a pedir el pan desde lejos y no dirigir la palabra a nadie si no es con la boca contra el viento. Pero la noche está helada, y el pequeño no podría resistirla. Solo pedimos un poco de fuego en un rincón.
María se sintió conmovida en las entrañas. Tranquilizó a José con nuna mirada, dejó a su Niño en el pesebre, al aliento manso de la mula y el buey, y tomando resultamente al enfermo en su brazos lo tendió en el cuenco todavía caliente de las rodillas donde había dormido a su Hijo. Y apretándolo contra el pecho siguió cantando en voz baja para el pequeño leproso.
Al amanecer, cuando los pastores caminaban hacia el establo entre flautas y rabeles, portando sus aguinaldos y recentales y quesos montaraces, todas las huellas del "mal blanco" habían desaparecido milagrosamente. el niño leproso reía feliz, con todo su cuerpo sano y limpio. Solamente en el hombro derecho le había quedado en recuerdo una marca de plata pequeña y blanca como una flor de lis.

(Continuará)

Alejandro Casona

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