Me gusta el otoño con sus hojas caídas. Los árboles se
desnudan en variados colores. La naturaleza se repliega en un intento por
volver a nacer. Las calles se tiñen de un manto lleno de matices. Las hojas
caen delante de mis ojos y me conmueve ese suelo a mis pies cubierto de hojas muertas. Esas ramas
tendidas a lo eterno, desnudas, casi sin vida.
Las hojas caídas me hablan de lo temporal, de lo caduco. Y yo
sueño con lo eterno. Me habla de dejar irse a lo que ya no sirve, a lo que no
cuenta.
Uno de estos días me tocó estar cerca de una persona mayor. No andaba. Su cabeza no regía
bien, estaba desorientada mirando el blanco de las paredes del hospital. Los
médicos se preguntaban si era necesario invertir en ella. ¿Camina? No era útil,
no servía
Me cuestioné sobre el sentido de la vida. ¿Merecen la pena
vivir así, sin más, sin ninguna utilidad? ¿O tenemos que vivir haciendo algo
concreto? Si no servimos para algo, ¿no servimos para nada?
¿Dar amor y recibir amor no es suficiente para vivir? ¿No
basta con sonreír en respuesta al cariño recibido?
Esa persona mayor me conmueve. No dice muchas cosas. Pero
mira llena de luz. Y sonríe llena de vida. Sabe responder a preguntas sencillas
y a veces se lanza a hablar algo que yo
no entiendo. No importa. Está llena de cariño y sus ojos azules me hablan de un
mar inmenso que yo no abarco. Tiene tanta vida dentro que parece eterna. Y un
segundo a su lado, lo aseguro, vale toda
una vida.
No es una hoja caduca, no muevo la rama para que caiga.
Parece que no da nada, y lo da todo. Su sonrisa y su mirada tienen tanta vida
que en ella veo la luz en medio de la noche. Una luz que ilumina el sentido de
la vida. Una luz que abre las puertas de la esperanza en medio de las pruebas.
Me gusta mirar a María cuando desconfío, cuando las cosas no
resultan, cuando la vida parece no tener sentido. Me gusta mirarla y que me
mire y que me diga que confíe, que no tema, porque la vida merece la pena.
Porque Dios está conmigo y me abraza, y me conduce.
Por mi Alianza de Amor
nos aliamos mutuamente para construir un nuevo mundo. Ella no me deja, me
sostiene, me mira, me sonríe y yo también le miro y sonrío. Y su brazo firme me recuerda que
estoy hecho para una vida más plena, una vida más honda, más verdadera. Y
quiero confiar como Ella en los planes que no entiendo, en los caminos
extraños. Mi vida está en sus manos.
María es Madre y
educadora de nuestra esperanza. María educa mi corazón. Y me da
esperanza en medio de las dudas que me turban. Me levanta aturdido por las
preocupaciones y problemas.
No desprecia mis quejas, las acoge como Madre. Se conmueve
ante mi debilidad asumida y reconocida y me regala su amor lleno de
misericordia. A su lado temo menos y espero mucho más.
Antonio
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