Un día de otoño
paseaba por un parque lleno de árboles y
flores. De hojas caídas, de hojas a
punto de volar. Un entramado de luces y sombras. De caminos y bancos. De
fuentes y aguas. Un espacio de reflejos y aire puro. De sueños y anhelos. Un
misterio de silencio y paz. Un mosaico sorprendente lleno de vivos colores.
Me dejé tocar por las
sombras y enamorar de los claros. Me detuve ante el sol de la tarde,
cansado, aturdido. De repente, rodeado de la
naturaleza, uno se olvida de los
agobios, de los miedos, de la violencia, de los dolores de este mundo, de las
noticias. Toma distancia y espera, confía.
En medio de ese jardín pensaba en Dios, pensaba en la paz de
su corazón herido. Pensaba que la vida es un don, es gracia, es fruto de su
misericordia.
Miraba caer el sol
entre las ramas. Escuchaba el sonido apagado de los pájaros. Se me ocurrió que
pocas veces me detengo a escuchar el silencio. Tal vez no tengo tanto silencio
porque estoy rodeado de ruidos y palabras.
Me enamora ese silencio de hojas secas. Me gusta el sol que
se detiene a bañar con su luz el
atardecer de mi vida. Esa luz llena de esperanza. Me gusta pensar en mi alma como un jardín, sagrado, guardado.
Un espacio santo en el que Dios sale a pasear cada tarde, cada mañana. Entra y
sale. Atraviesa el umbral de mi vida. Detiene sus pasos conmovido ante mi
pobreza.
Me gusta pensar en las hojas caídas de mi otoño interior.
Donde casi no distingo los caminos. Me gusta mirar el agua que brota de la fuente escondida en lo más hondo de mi
ser. Un pozo que nunca se agota.
Me gustan los jardines, los huertos, los bosques pequeños en
los que la luz y las sombras se juntan
dibujando la tarde. Me gusta la luz tenue que atardece, y la luz cálida que
amanece. No me gusta la oscuridad absoluta. Donde no hay luces que desvelen
misterios.
Me gusta que los rayos descubran lo que la noche esconde. Me
doy cuenta, al mirarme por dentro, de todo lo que me falta. De lo lejos que
estoy de lo que sueño. De la poca luz de mi alma. Y veo que me falta agua, y
paz, y silencio. Raíces y fortaleza. Y creo que a veces no es el sol la
tonalidad que más poseo.
No quiero que la
tristeza mande en mi vida, ni el desánimo, ni la desesperanza. Quiero un jardín
lleno de vida, de ramas, de flores, de hojas y de fuentes.
Me gustaría guardar la luz de los bosques de muchos otoños.
Me gustaría que en mi jardín los árboles
no me impidieran ver el bosque, ni me
quitaran la luz de la mañana. No quiero que las ramas impidan a los rayos darme su luz eterna y aligerar mi
canto. No deseo que las hojas cubran en exceso el agua de la fuente, ni
confundan mis caminos. Me gusta ver correr el agua y saber bien dónde piso, por
dónde voy, de dónde vengo. El agua todo lo renueva, lo limpia. Todo lo llena de
vida.
Quiero cuidar mi jardín, mi bosque interior lleno de otoño. Quiero hacerlo con mis manos,
con las manos de Dios sobre mi alma.
Quiero cultivar el verde y las flores, las ramas y el silencio.
Quiero dejar que fluyan las aguas, que nunca escasee el manantial
de mi vida. Quiero cavar hondo, sin descanso. Preparando la tierra para que
muera la semilla.
Confiando en un tronco firme que desafíe los vientos.
Esperando milagros que sólo ocurren cuando me abro y espero, cuando le digo que
sí a Dios y me dejo hacer. Con calma, con mi amor finito abrazando a su amor
infinito.
¿Cómo es mi jardín interior, ese que a veces tanto descuido,
ese que no guardo y custodio? ¿Cómo son mis bosques y mis árboles?
Antonio
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