Y esto lo ha entendido muy bien la Iglesia al presentarnos
con la fiesta del Corpus Christi en la cual adoramos a Jesús en la Eucaristía,
nos presenta también a los pobres e indigentes, en el día de Cáritas.
Volvemos a la procesión de la vida, por la que procesiona
Dios frecuentando nuestras calles y plazas. Un Dios encarnado que se hace
compañía de nuestra soledad, Pan de nuestras hambres y gesto vivo del amor que
empieza en Dios, abraza al hermano, para volver a Dios.
Hasta en los pueblos más humildes donde se celebra la
procesión del Corpus, se engalanan balcones, se esparcen tomillos por las
calles, porque el que viene es bendito, santo, Dios.
Jesús es el Pan de Vida, y así se presenta, como pan bajado
del cielo, pero con tal cualidad que a diferencia del maná que también bajó del
cielo, el que Jesús ofrece no vale para quitar el hambre fugaz y momentánea,
sino el hambre más honda: la del corazón. Jesús viene como el pan definitivo
que el Padre envía, para saciar el hambre más profunda y decisiva: el hambre de
vivir y de ser feliz.
Pero seguir a Jesús, nutrirse de Él, no significa desatender
y abandonar a los demás. Torpe coartada sería ésa de no amar a los prójimos
porque estamos “ocupados” en amar a Dios. Jamás los verdaderos cristianos y
nunca los auténticos discípulos que han sacudido las hambres de su corazón en
el Pan de Jesús, se han desentendido de las otras hambres de sus hermanos los
hombres. Comulgar a Jesús no es posible sin comulgar también a los hermanos. No
son la misma comunión, pero son inseparables.
Y esto lo ha entendido muy bien la Iglesia cuando al
presentarnos la fiesta del Corpus Christi en la cual adoramos a
Jesús en la Eucaristía, nos presenta también a los pobres e indigentes, en el
día de Cáritas. Difícil es comulgar a Jesús, ignorando la comunión con los
hombres. Difícil es saciar el hambre de nuestro corazón en su Pan vivo, sin
atender el hambre de los hermanos: tantas hambres en tantos hermanos.
Antonio
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