ESE DICHOSO MIEDO.


La llamada del Papa Francisco, su apremio incansable a los cristianos para que vivan abiertamente su fe, la proclamen con obras, la justifiquen y la acerquen a todos aquellos desorientados y necesitados-tanto si se encuentran en busca de ayuda como si se han resignado a no obtenerla-, esa llamada del Papa, ciertamente nos compromete a diario y hasta nos urge. Y también nos desconcierta, porque nos falta “soltura” Una soltura o naturalidad que nace de un convencimiento personal y que, para poder trazar y abrir cauces, tiene por ineludible “la libertad”.
¿Cómo? ¿Es que en las sociedades desarrolladas del siglo XXI, volcadas en la construcción del progreso, falta libertad? ¿En el mundo occidental? ¿En Europa? ¿En España? Pues sí, falta. Porque ese exquisito poder de pensamiento, de elección y de acción que al hombre le ha sido regalado por su Creador, la libertad, no deja de estar en  el punto de mira de otros y, como consecuencia, resulta ser bastante vulnerable. Mermar la libertad de una persona es tanto como reducir su entidad a una especie de mecanismo solapado. Y conseguirlo no es difícil, si en cada caso se sabe manejar atinadamente la amenaza, y sobre todo el miedo. No parece que seamos conscientes de lo dañino que puede  resultar el miedo para el que lo sufre y de los frutos que puede llegar a proporcionar al que intencionadamente lo provoca. Miedo con mil caras, pero siempre atentando contra la libertad: miedo al qué dirán y al qué pensarán, miedo al aislamiento, miedo a la represalia, miedo a la pérdida de prestigio, miedo a la pérdida de poder, miedo a la pérdida de seguridad, miedo a la pérdida de estima, miedo en suma a que el ego que hemos construido se decaiga y se diluya. Un miedo que nos predispone a cualquier dejación. No hay más que ver que pocos hombres públicos declaran abiertamente su condición de creyentes.
Volviendo a la llamada que nos hace el Papa Francisco, será bueno desalojar esos miedos que nos paralizan y que hacen que nuestra fe carezca casi por completo de obras. El que escribe y algunos como yo, ya mayores, en el pasado vivimos en España un tiempo de religiosidad generalizada que no tenía demasiado mérito y que, sin duda ninguna, movía a ciertas inercias en el campo de los fieles y también en el de los clérigos. En el presente, en cambio, se dan dos vertientes: las de las personas decepcionadas que han vuelto la espalda a su fe, y las de quienes han sabido integrarla., de manera exigente, a fondo y en conciencia, en lo esencial de su existencia, dispuestos a proclamarla, a compartirla y a entregarla.

Cuando vemos el poder de convocatoria del Papa y comprobamos el alcance universal del Evangelio, la bondad que supone para todos una religión donde el amor es ley, entendemos que hacia fuera ese poder suscite reservas y temores que acaban derivando en ataques. Y, si lo entendemos y lo vivimos día a día, ¿por qué no acertamos a dar la respuesta justa? La llamada de Juan Pablo II a no tener miedo sigue vigente hoy  y no queremos olvidarla puesto que sigue impulsándonos; conscientes del tesoro que es nuestra fe, deshagámonos de nuestros miedos y, sobre todo, no nos dejemos avasallar por la manipulación del lenguaje, no aceptemos que ser progresistas consista en escamotear derechos y rebajar la condición del hombre, hagamos ver, en cambio, que a los cristianos no nos gana nadie a progresistas ya que, con el esfuerzo personal de todos y con la incondicional Providencia Divina estamos comprometidos con el progreso y, por eso mismo, empeñados en  hacer que este mundo nuestro, desde el amor, llegue  a ser el verdadero Reino de Dios.

Antonio

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