Lo ordinario es lo más común, lo regular, lo que sucede
habitualmente. Así es y así discurre la
mayor parte del tiempo de nuestra vida, en este rutinario y monótono día a día,
que a veces se nos hace mecánico y del
que tantas veces sentimos la tentación de huir y escapar. En cambio, así de
habitual, regular y común es también la acción de Dios en nuestra vida. Piensa
que tu día a día es también el día a día de Dios, que tu vida ordinaria es
también la vida ordinaria de Dios. Porque es ahí donde Dios se te da y es de
esa manera, tan común y tan simple en sus formas, como Dios te va dando a
conocer su voluntad.
Una llamada inesperada, un imprevisto, una conversación, el
madrugón para ir al trabajo, el atasco correspondiente o el autobús que se me
escapa, ese que se cuela en la cola cuando más prisa tengo, son ocasiones
preciosas para un ofrecimiento o un momento de oración, un acto de amor o de
acción de gracias, un acto de fe en Dios, una pequeña renuncia o mortificación.
Tendemos naturalmente a buscar esa irresistible fascinación de lo espectacular
y aparatoso, de lo extraordinario y fuera de común, haciendo del milagro o de
la lotería casi un ideal. Nada más ajeno al estilo del Evangelio. Piensa
que la encarnación es un Dios que se
hace carne de niño, que la redención se
realiza en el aparente y estrepitoso fracaso de una cruz o que el gran prodigio
de la Eucaristía gravita sobre un poco de pan y un poco de vino.
Tu santidad será más real cuanto más crezca hundida y
escondida, como grano fecundo, en la tierra árida y dura de la vida cotidiana.
Ahí estás llamado a impregnar todas las cosas, personas y circunstancias de una
profunda visión de fe, capaces de atisbar en todo y en todos ese susurro de
cielo que es Dios presente en tu vida. Descubre y renueva el valor de ese
pequeño día a día de tu vida que resultará tanto más extraordinario cuanto más sepas
llenarlo de Dios.
Antonio
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