Solemos vivir con una permanente queja en los labios. Nos
quejamos del cansancio, del trabajo, de las tareas diarias, de la forma de ser
de los demás, de las cosas que no salen como habíamos planeado o como nos
gustaría que salieran, de nuestros achaques físicos. A veces es síntoma de
nuestra tendencia al pesimismo y nos quejamos porque tendemos a valorar más lo
negativo que lo positivo de las cosas y de las personas. Otras veces nuestras
quejas son sólo un mecanismo sutil y casi inconsciente para atraer la atención
de los demás y conseguir, aunque sea por un momento, ser el centro de la conversación o de la situación. A veces,
la queja es sólo un desahogo demasiado espontáneo del que luego solemos arrepentirnos
por la ligereza con que solemos quejarnos. En cualquier caso, con la queja no
aliviamos nuestro pesar y sólo conseguimos dar una imagen pesimista y
apesadumbrada de la vida e incluso de
Dios.
Nuestras quejas tienen mucho de egoísmo y de superficialidad
en el hablar y nada que ver con la aceptación de uno mismo y del modo de actuar
de Dios. En el fondo de nuestras quejas se esconde, bajo la apariencia de bien,
mucho de nuestro soberbio yo y puede convertirse en un modo sutil e injusto de
echarle en cara a Dios muchas cosas. Relee el Evangelio y verás que jamás salió
de los labios de Cristo una mínima tilde quejumbrosa y lastimera contra los
designios del Padre, contra su modo de hacer las cosas, contra la injusticia de
la Cruz. Tampoco el corazón de María albergó ningún atisbo de queja, aún cuando
las circunstancias en que se iban realizando los planes de Dios eran
humanamente tan difíciles. Llévale tus quejas sólo a Dios y verás que las
convertirá en amor y entrega a Él.
Antonio
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