CENTENARIO DEL GRECO.
Ya se están celebrando actos conmemorativos del cuarto
centenario de El Greco. Ni la persona, ni en consecuencia la obra, de El Greco
se pueden separar de su dimensión religiosa. Todo en él refleja la grandeza de
un hombre de espíritu con un especial “toque divino”, capaz de percibir y
plasmar, en los trazos gruesos o en la impresión de colores de su singular
pintura, la Suprema Belleza, abismo infinito de hermosura, inigualable y
soberana.
En toda su obra, grande y única, reflejó lo más profundo de
esa alma suya, imagen de su Hacedor que la plasmó con el delicado toque de sus
“pinceles divinos”. En toda ella aparece siempre el espíritu sublime que ha
contemplado y penetrado el “Misterio”.
Se ha sumergido, con tanta naturalidad como verdad, en la
hondura del Evangelio, en el misterio de la Encarnación de Dios hecho hombre
por los hombres y por ellos entregado en la cruz, o en la victoria sobre la
muerte, tan enemiga del hombre, que con tanta belleza como dramatismo expresa
su obra, así, con una fe cristiana de honda raigambre, bien formada y capaz de
dar razón de su verdad, el Greco, en toda su obra pictórica, muestra realidades
fundamentales de esa fe, y enseña, habla a los rudos y sencillos de los
misterios más abismales, catequiza, eleva, lleva a la contemplación, al
asombro, a la veneración, a la oración en la plegaria y en alabanza; da razón
de la fe y la esperanza.
El Greco lo hizo en aquel entonces de su momento histórico,
pero su arte sigue hablando hoy, con vivísima actualidad, como en su ayer,
porque no es la circunstancia o el momento efímero que pronto pasa lo que en él
cuenta, sino porque expresa realidades que no perecen, habla con los pinceles y
los colores, donde todo hombre se entiende, sea de la generación que sea. Como
hombre cristiano e hijo de su tiempo, el Greco refleja, inseparablemente, al
hombre, por el que manifiesta viva y singular pasión. ¿Quién no ve esta pasión
en el “Entierro del Conde de Orgaz”, o
en el “Expolio”, o en el “Apostolado” de la sacristía de la Catedral de Toledo,
o en el “San José” de la misma Catedral. Las manos, los ojos, los rostros, el
movimiento de los cuerpos de sus personajes, todo, toda su obra es una
expresión de cómo ve al hombre y su drama: el hombre que sufre y que ama, que
vive ese drama de existencia y su anhelo de felicidad, querido por Dios, el
hombre por El amado y elevado, el hombre salvado y llamado a participar de su gloria.
Toda su obra manifiesta al hombre, expresa como ha entrado en
la hondura de los humano; pero no como lo vería el pagano o el mero humanista;
hay una diferencia notable: es la que le otorga la visión de la fe que le lleva
a mirar con una mirada propia. Detrás de los rostros o de los cuerpos, de las
manos, o de los ojos, de los colores y de los pliegues de los vestidos, o el
movimiento e los cuerpos, hay la verdad que profesa su fe sobre le hombre, esa
fe, netamente cristiana y, por lo mimo humana, es clave fundamental para
adentrarse y sumergirse en la riqueza y magnitud de El Greco. Sus obras, como
otras nacidas de la fe cristiana, son obras a las que no se ha despojado de su
aura. Ahí, donde se encuentra lo santo,
y el creyente, la belleza es el fulgor de la gracia. Ahí, la belleza nos remite
hacia algo “extraño” de lo que no podemos disponer, que, sin embargo, nos atrae
serenándonos y pacificándonos. Ahí, a través de la belleza, mana una fuerza que
no aplasta ni subyuga, sino que sostiene. Ahí aparece una libertad recogida en
el fondo, de donde mana incansablemente más libertad que nos libera desde el
centro de nuestro ser. Ahí, sobre todo, se abre paso la comunicación del don
divino y del amor que en él se nos comunica; ahí se abre la esperanza, y ahí se
pinta el futuro de una humanidad nueva y de una humanidad con futuro.
Antonio
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