En tu examen del día, compara cuánto tiempo dedicas cada día
al trabajo, al descanso, a los amigos, a la familia, a tus asuntos, y cuánto
tiempo dedicas también cada día a Dios, al apostolado, a los demás. Solemos dar
la prioridad a las cosas urgentes, que pocas veces son las cosas de Dios. Nos
esforzamos por hacer un hueco a nuestra oración diaria, o a la Eucaristía, pero
tan apretado y ajustado que más parece que lo hacemos por obligación que por
amor, y, por la noche, estamos tan cansados y
es tan tarde, que no nos acordamos de ofrecer al Señor los últimos
momentos del día, o del descanso de la noche. Cuántas jornadas dejamos pasar,
llenas de cosas y actividades en las que no ha estado Dios presente. Las adornamos, si, con unas
cuantas oraciones rezadas, quizá, rutinariamente, pero se acaban una y otra
vez, vacías de lo más esencial. Y, sin darnos cuenta, va aumentando la
distancia entre la vida y la fe, entre nuestro día a día, con tanto activismo,
y ese Dios que te espera siempre a la puerta de cada jornada.
Dios no se merece sólo unos minutos. A él hay que dárselo
todo, porque “en Él vivimos, nos movemos y existimos”. El corazón cumplidor y
medidor se contenta con medir el amor por minutos. El corazón de Dios, en
cambio, no mide: se entrega. Has de ir educando el sentido sobrenatural de las
cosas y personas, para ir sazonando con el sabor de lo divino ese día a día sin
Dios, en el que vives enredado y desperdigado. Tu fe se vuelve insípida y
estéril, si no empapas con ella cada instante de tus jornada, y tus días serán
semillas vanas, si no están fuertemente arraigadas en la tierra del amor y de
la presencia de Dios. El tiempo no es tuyo, es de Dios; no lo malgastes en
infidelidades y mediocridades, pues es un talento precioso llamado a
fructificar en obras y en vida interior.
Antonio
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