Reflexión: El Paso de los Años


 
EL  PASO   DE   LOS   AÑOS.

Aunque pensemos que el paso de los años nos debería hacer crecer por igual en todos los aspectos de la vida, no suele ser así. Por edad parecemos viejos, surgen las canas y llegan las arrugas, perdemos habilidades y ese espíritu juvenil de otros tiempos desaparece. Sin embargo, que pase el tiempo no quiere decir que maduremos en lo importante, en nuestro corazón, en nuestra forma de enfrentar la vida. Nuestro mundo interior está lleno de inmadureces, de despropósitos, de deseos torpes e inconfesados, de faltas de compromiso y responsabilidad. Nos encontramos con frecuencia con personas que por la edad deberían ser sabios en la vida y, sin embargo, lo que hacen no es expresión de ninguna sabiduría. Es como si se hubieran dedicado a acumular años y no experiencias, como si se hubieran detenido en el tiempo. Se comportan como niños. Siguen siendo unos desconocidos para ellos mismos, pese a tantos años caminando en su cuerpo. No comprenden sus afectos, son incapaces de tolerar la frustración, y se hunden con los más pequeños contratiempos. No saben hacer frente a las complicaciones y se angustian con la vida y sus desafíos. Les cuesta demasiado ser fieles a los compromisos adquiridos y caen sin importarles ser infieles a sus decisiones primeras. No saben cómo cargar con la ausencia, con la pérdida o con el fracaso. No comprenden sus sentimientos más íntimos y su experiencia de vida es como si se hubiera quedado olvidada. A todos  nos gustaría que los años  dejasen en el alma un bagaje de experiencia, de sabiduría, de serenidad. Pero no siempre es así. Hoy nos preguntamos: ¿somos hombres maduros, capaces de enfrentar la vida con sus desafíos? ¿Hemos crecido en madurez con el paso de los años?

Se supone que los años deberían traer paz para el alma. Esa paz que nos da el hecho de saberse que hemos hecho lo que Dios quería a lo largo de nuestra vida. Se trata de poseer una alegría serena que no dependa ya de los goces de la vida, de la satisfacción de los propios deseos, del logro de nuestras metas. Una serenidad fraguada en luchas, sacrificios y renuncias. Una serenidad conquistada en la certeza de saber que es Dios quien construye nuestra vida. Madurez de vida, tranquilidad del alma, paz del corazón. Eso sí, con inseguridades y duda, porque no desaparecen con el paso de los años. Aunque sabemos que el reposo verdadero sólo lo logramos cuando descansamos en Dios, cuando nos fiamos de sus planes, cuando nos abandonamos en sus deseos. Los éxitos, esos que perseguimos con ahínco, porque a todos nos gusta que la vida nos salga bien, no llegan siempre y a veces nos topamos con el fracaso. Como decía no hace mucho Rafa Nadal: “Sé que es difícil de entender, pero no se puede ganar siempre. En la vida y en el deporte nada es para siempre “. Nadie es eternamente perfecto. Triunfar en la vida, lograr los objetivos marcados, alcanzar la cumbres soñadas, no depende sólo de nuestros esfuerzos, sino que es un don, que puede llegar o no. La madurez nos permite caminar por la vida sin tener ya necesidad de figurar o estar en primer plano, porque los años nos han dado todo lo que necesitábamos para estar tranquilos y no tenemos que ganarnos ya el respeto del mundo cada mañana. Es la serenidad madura de los que han recorrido ya un largo camino, lleno de dificultades y alegrías, y viven esa paz que da Dios. La serenidad de los que ya no tiene nada que  demostrarle a nadie, tampoco a sí mismos, porque han vencido y han sido derrotados, han caído y han alcanzado las cimas, han amado y han experimentado el desprecio. Es la madurez queda la vida, es esa felicidad que todos quisiéramos tener, una felicidad ganada con el paso de los años, sin prisas, como si el tiempo dejara junto a las canas una buena dosis de  autoestima y paz verdadera. Con la calma que  da saber que lo hemos dado todo y que los resultados poco importan, porque la vida pasa y el amor es eterno y estamos hechos para la vida verdadera. Esa vida con Dios en la que Él ha inscrito nuestros nombres en el cielo.

 Antonio

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