Mirándolo objetivamente, nunca tenemos motivos para quejarnos
de nada ni de nadie. Mira a tu alrededor y encontrarás siempre situaciones
mucho más difíciles, más dignas de lástima y compasión que las tuyas. Detrás de
la queja fácil, de nuestros desahogos, muchas veces se esconde una sutil
soberbia que nos hace engrandecer y dignificar tanto nuestro yo que todo,
entonces, se nos vuelve un agravio intolerante, una injusticia infundada, una
falta de reconocimiento a nuestra valía, un desprecio. Y, así, surge con
facilidad la exigencia, la reivindicación y la queja, muy bien justificada,
incluso adornadas con caretas cristiana de bien, de virtud y de gloria a
Dios. Y no nos paramos a pensar que en
el fondo, nuestras palabras, quejumbrosas y lastimeras van contra Dios, y que
es a Él a quien estamos echando en cara que, pudiendo, no hace las cosas según nuestra medida, nuestros gustos,
nuestro parecer, nuestro criterio.
La queja viene muchas veces acompañada de su hermana la
crítica. Ambas nacen, a veces, de un imperceptible egocentrismo que desplaza y
margina a Dios, o a lo sumo, le reclama y exige el servilismo de su
omnipotencia. Evita esa queja que busca la compasión de los demás hacia ti
mismo. Es una saludable forma de mortificar y dominar nuestro hablar, a veces
tan ocioso y superficial. No entregues a cualquiera los desahogos y
confidencias de tu corazón. Lleva tus quejas a la oración, ponlas al pie de la
Cruz y verás como la contemplación de las heridas y dolores de Cristo calman
los ardores de tu soberbia y tu afán de comodidad.
Antonio
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