MAGNIFICAT.
El canto del Magnificat es la oración por excelencia de la
Virgen. “Ha mirado la humillación de su esclava”, dirá María, y, en ese
abajarse, Dios la enalteció hasta lo más alto. No se trataba de un acto de
humildad sin más. Era la expresión del perfecto conocimiento de sí misma que,
ante el poder y la santidad de Dios, se reconocía como criatura incapaz de realizar
nada sin la presencia de la divinidad. Por eso, será la “Llena de gracia”, vacío infinito para ser
llenado sólo y exclusivamente, de Dios.
No nos cuesta a ti, y a mí, decir que somos humildes; lo que
realmente resulta arduo es vivir la humildad. Pero, no se alcanza la humildad
con la fuerza de la voluntad, sino con la entrega del corazón y el abrazo
permanente de la aceptación de lo que somos.
Es un reconocimiento que va más allá de lo que otros pueden decir de
nosotros, porque hemos de abrirnos en todo momento a la voluntad de Dios,
descubriendo en cada detalle de nuestra existencia su ternura, tanto en la
dicha como en la adversidad. Todo lo que ocurra, ¡pase lo que pase!, cuenta
siempre con el auxilio y la bendición de Dios. Son sus planes los que redimen,
nunca la imposición de nuestros criterios.
“A los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los
despide vacíos”. ¡Hambre de Dios!, que
es lo connatural a nuestra condición de
hijos suyos. Hambre que nos hace ansiar ese alimento divino, que nos renueva la
vida en esos instantes de intimidad con Él. Los que se vanaglorian de lo que son o tienen, ya han recibido el
premio a su incredulidad y a su in capacidad de amar. Vayamos de la mano de
María, y recuperemos esa relación con Dios que nos hace tan humanos y tan de
Él, como Ella lo vivió en cada momento de su existencia.
Antonio
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