LA   VALENTÍA  DE  LA VIRGEN.
La valentía no es cuestión de voluntarismo. Demostrar lo que uno es capaz de llevar a cabo, sólo a fuerza de puños, no es argumento para que otros confíen  en nosotros, o crean en el Evangelio. Cuanto más creemos que nuestro arrojo y coraje son fruto del ejercicio de nuestra voluntad, más nos equivocamos y equivocamos a otros. En cambio, hay una valentía que está más allá de nuestros límites, humanamente inexplicable, porque la recibimos de Dios. Toda la vida de María fue una entrega confiada  la voluntad de Dios, no a la suya propia. Ahí está la paradoja que con su abandono a la gracia divina, María vivió como nadie esa libertad propia de los que viven en la intimidad de los hijos de Dios.

La Virgen estuvo junto a la Cruz de su Hijo. No de manera hierática, como un convidado de piedra, su sufrimiento y su dolor no eran óbice para permanecer con una fidelidad inimaginable ante la muerte de su Hijo. La valentía de la Virgen, fruto de la gracia de Dios que inundaba su alma, hizo que su amor se anticipara a cualquier condicionamiento humano. Ella estaba ahí, y el Espíritu Santo llenaba su alma de una fortaleza que solo podía provenir de Dios.

Cuántas veces nos cuesta dar testimonio de nuestra fe, porque nos acomplejamos ante la opinión de la mayoría por el que dirán, por los respetos humanos. Pero, más allá de esas circunstancias, que tanto nos condicionan al actuar, poseemos el don de la fuerza del Espíritu Santo, que nos da la valentía sobrenatural necesaria para testimoniar a Dios allí donde estemos. Fiarnos de ÉL es actuar con la certeza de que el Señor ha depositado en nuestros corazones una valentía que no es fruto de nuestros esfuerzos, sino del amor que nos tiene.
Antonio

Comentarios