La humildad
nos pone en nuestro sitio.
El pecado original sigue actuando en nosotros con una
poderosa fuerza centrípeta: contínuamente nos arrastra hacia un egocentrismo
que, si no sabemos desenmascarar a tiempo, termina por convertirse en el eje
que va desequilibrando nuestra vida interior y hasta nuestra psicología o
nuestra afectividad. Tendemos a engrandecer y sobrevalorar todo lo nuestro, con
lo que nos hacemos engreídos, soberbios, vanidosos y orgullosos, y terminamos
viviendo subidos en el pedestal del propio ego, soñando en el mundo ideal de un
yo ficticio e irreal. Tendemos también a infravalorarnos, llegando incluso
hasta el autodesprecio, creyendo quizá que así somos más humildes ante los
demás, sin darnos cuenta de que detrás de esa autocompasión, de esa no
aceptación de uno mismo, de esa visión negativa, pesimista y autodestructiva,
seguimos encaramados en el mismo pedestal de nuestro ego y alimentando la misma
imagen ficticia e irreal de nosotros mismos.
La humildad es el contrapeso que equilibra esta fuerza
egocéntrica. Es la virtud que atempera el voluntarismo, que modera los sentimentalismos, que doblega la razón y nos
coloca ajustadamente en nuestro sitio, ante Dios y ante los demás. Humildad es vivir serenamente en la realidad de lo que
somos, sin ocultar ni aparentar lo contrario, sin huir de nuestra propia
condición, carácter o forma de ser, sin ñoñerías ni falsos rebuscamientos. No
midas tu propia talla con la medida que te ponen los demás, ni con la que tú te
pones a ti mismo, tu verdadera medida te la da el amor sin medida de Dios, para
quien siempre serás hijo predilecto en el Hijo.
Antonio
Comentarios