SAN ATANASIO DE ALEJANDRÍA


 




Alejandría, c. 295 - id., 373) Padre y doctor de la Iglesia, también llamado San Atanasio el Grande o Atanasio de Alejandría. Acudió a Nicea como compañero y diácono del entonces patriarca de Alejandría y contribuyó a definir la consustancialidad del Padre y del Hijo divinos y la condenación de Arrio (325). Elegido patriarca (328), mantuvo contra viento y marea la fidelidad a las decisiones del concilio, lo cual le valió ser condenado, depuesto y desterrado cinco veces a lo largo de su vida, tras ser reintegrado a su sede otras tantas, siguiendo los avatares de tiempos y emperadores, favorables o no al arrianismo. Al fin, logró residir en su sede hasta morir en ella.
Autor capital y admirado en la historia del dogma, escribió numerosas obras sobre las controversias arrianas, como su Discurso sobre la Encarnación del Verbo; es autor también del documento más importante sobre el monacato cristiano, la Vida de san Antonio. Hombre de carácter impetuoso y tenaz, tuvo amigos entusiastas y enemigos encarnizados; en su fe, alimentada por un misticismo fervoroso y por una rígida moral, se preocupó ante todo de defender la realidad de la Redención por la encarnación de Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre, y la independencia de la Iglesia de la autoridad política. Fue el duro y tenaz luchador que requerían el tiempo y las circunstancias.
Brioso y hábil polemista, Atanasio se mostró muy firme en la defensa de la consubstancialidad del Verbo encarnado en Dios Padre, uniéndose a una naturaleza humana completa en Jesucristo. Por ello se separó tanto de Marcelo como de Apolinar de Laodicea apenas vio el carácter heterodoxo de sus doctrinas, pese a que defendieran también el término "consubstancial"; y, alrededor del 362, se acercó a San Basilio, San Gregorio Niceno y San Gregorio Nacianceno, admitiendo que podían usarse otros términos además de aquel que se discutía, con tal de que quedara claramente establecida la identidad de esencia. Admitió también el uso, en el sentido de "persona", de la palabra "hipóstasis" (en latín "substancia"), empleada por él hasta entonces como sinónimo de "usia" ("esencia"), y sostuvo contra los macedonianos la consubstancialidad del Espíritu Santo con las otras dos Personas divinas.

 
La unidad de la Santa Trinidad
 


(Carta I a Serapión, 28-30)


Es cosa muy útil investigar la antigua tradición, la doctrina y la fe de la Iglesia Católica, aquella que el Señor nos ha enseñado, la que los Apóstoles han predicado y los Padres han conservado. En ella, en efecto, tiene su fundamento la Iglesia; y si alguno se aleja de esa doctrina, de ninguna manera podrá ser ni llamarse cristiano.
Nuestra fe es ésta: la Trinidad santa y perfecta, que se distingue en el Padre y en el Hijo y en el Espíritu Santo, no tiene nada extraño a sí misma ni añadido de fuera, ni está constituida por el Creador y las criaturas, sino que es toda Ella potencia creadora y fuerza operativa. Una sola es su naturaleza, idéntica a sí misma; uno solo el principio activo, una sola la operación. En efecto, el Padre realiza todas las cosas por el Verbo en el Espíritu Santo; de este modo se conserva intacta la unidad de la santa Trinidad. Por eso en la Iglesia se predica un solo Dios que está por encima de todas las cosas, que actúa por medio de todo y está en todas las cosas (cfr. Ef 4,6). Está por encima de todas las cosas ciertamente como Padre, principio y origen. Actúa a través de todo, sin duda por medio del Verbo. Obra, en fin, en todas las cosas en el Espíritu Santo.
 
El Apóstol Pablo, cuando escribe a los corintios sobre las realidades espirituales, reconduce todas las cosas a un solo Dios Padre como al Principio, diciendo: hay diversidad de carismas, pero un solo Espíritu; hay diversidad de ministerios; pero un solo Señor; hay diversidad de operaciones, pero uno solo es Dios que obra en todos (1 Cor 12,4-6). En efecto, aquellas cosas que el Espíritu distribuye a cada uno proviene del Padre por medio del Verbo, pues verdaderamente todo lo que es del Padre es también del Hijo. De ahí que todas las cosas que el Hijo concede en el Espíritu son verdaderos dones del Padre. Igualmente, cuando el Espíritu está en nosotros, también en nosotros está el Verbo de quien lo recibimos, y en el Verbo está también el Padre; de este modo se realiza lo que está dicho: vendremos (Yo y el Padre) y pondremos en él nuestra morada (Jn 14,23). Porque donde está la luz, allí se encuentra el esplendor; y donde está el esplendor, allí está también su eficacia y su espléndida gracia.
Lo mismo enseña San Pablo en la segunda epístola a los Corintios, con estas palabras: la gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunicación del Espíritu Santo estén con todos vosotros (2 Cor 13,13). La gracia, en efecto, que es don de la Trinidad, es concedida por el Padre, por medio del Hijo, así no podemos participar nosotros del don sino en el Espíritu Santo. Y entonces, hechos partícipes de Él, tenemos en nosotros el amor del Padre, la gracia del Hijo y la comunión del mismo Espíritu.

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