SIGUE
AL SEÑOR CON
TU CRUZ.
Cuando el Señor anima a seguirle con la
cruz, no habla de una cruz en abstracto sino de esa concreta que le toca a cada
uno: tu cruz….mi cruz. No se trata de llevarla como adorno o de colgarla en la
habitación. Consiste en abrazar el sinsabor de cada día, el fracaso inesperado,
la desilusión ante ese plan no realizado, la crítica que nos asalta, esa pasión
desordenada que nos agobia, esa enfermedad que nos postra, una ironía que nos
humilla.
Son tantos los momentos en los que
experimentamos la pequeñez de lo que somos, que sólo hay dos salidas: el
voluntarismo de nuestro orgullo o la aceptación interior. El primero, nos lleva
a estar permanentemente a la defensiva, en guardia, buscando recursos para
afirmar nuestro ego, llegando incluso a hacer de la mentira y del engaño
nuestros aliados. La segunda, la aceptación interior, es acompañar a Cristo en
el camino del Calvario, uniéndonos a Él con una entrega sin condiciones, hasta
inmolarse por amor. Esta última sólo es posible llevarla a cabo cuando, más
allá de la resignación, nos abandonamos en las manos de Dios, con la confianza
filial de quien sabe estar correspondiendo a un amor más grande que la
suficiencia personal.
La cruz, la tuya y la mía, es vivir cara a Dios
nuestra condición de hijos, con la generosidad del que está desprendido
absolutamente de todo lo que le pertenece. Esa cruz nos hace responder con
caridad cristiana en nuestra relación con los demás, empleando la paciencia y
los detalles de cariño, empezando por los más próximos: tu familia, tus amigos,
tus compañeros, la cruz, en definitiva, es saber que sólo la ternura es capaz
de romper el hielo de la desconfianza cuando nos damos a otros sin esperar nada
a cambio.Antonio
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