LA LIBERTAD DEL OTRO CONYUGE


La mejora de la familia comienza siempre en el matrimonio, el primer y más fundamental corolario de lo expuesto podría sonar así: ningún esposo o esposa somos «propietarios» de nuestro cónyuge ni, de resultas, gozamos del más mínimo derecho para intentar re-construirlo a nuestra imagen y semejanza.

Llevar esto a la práctica —lo sabemos por experiencia— no resulta nada fácil. Derivada del amor propio (diverso del sano amor de sí), en todos existe una muy clara inclinación a asimilar a cuantos nos rodean a nuestra propia forma de ser, pensar, querer, sentir y obrar: todo lo que se aparte de ese modo particular y, para nosotros, el más «natural y lógico», provoca cierto desconcierto, así como una propensión a considerarlo equivocado o incluso éticamente incorrecto, y a modificarlo hasta hacerlo coincidir con el nuestro… o rechazar a esa persona.

No tiene nada de extraño, ni inicialmente es negativo: acostumbrados a vivir de una precisa manera —de ordinario, aquella que imperaba por tradición en nuestra familia de origen—, implícitamente, puesto que no conocemos otro, llegamos a estar convencidos de que ese es el único modo adecuado de comportarse (que no simplemente de comportarnos).

Pero nuestro esposo o esposa ha crecido en una familia distinta, con sus propias costumbres y (para nosotros) «manías», que también él o ella considera como las únicas normales e incluso existentes.

Semejante disparidad, prácticamente desconocida o poco considerada hasta el momento del matrimonio, provoca por fuerza una cierta confusión y, de ordinario, algunas de las actitudes que acabo de mencionar.Los ejemplos, en la vida cotidiana, podrían multiplicarse casi hasta el infinito. Desde el modo de comer y el de vestir (en casa o en la calle), el de dormir (con las ventanas cerradas o abiertas, las persianas echadas o no, una luz tenue en el dormitorio o la oscuridad más absoluta…), pasando por la importancia que se otorga a determinadas actitudes —la valoración de la puntualidad, del orden y la limpieza, la flexibilidad o el rigor en los horarios, que uno puede considerar como virtudes y el otro como manías o fanatismo—… hasta el valor concedido a la «vida social» y de relación, al trabajo profesional, al trato con Dios, etc.

Todo ello puede convertirse en un muro insalvable, ante el que choque cualquier intento de conciliación, cuando el yo conserva o adquiere unas dimensiones macromegálicas y se empeña en mantener sus presuntos e indiscutibles «derechos». O, por el contrario, servir como instrumento para la unión y el crecimiento personal de ambos cónyuges cuando hacemos intervenir uno de los más interesantes componentes de la paz y la concordia entre los hombres… y con uno mismo: el buen humor —en su más noble sentido—, que nos lleva a reírnos de nosotros mismos y a no tomarnos demasiado en serio. Es decir, si logramos hacer progresar el amor y tornarlo más desprendido, disminuyendo la magnitud del propio ego y obsesionándonos —lo repito adrede— en amar y hacer feliz a quien hemos entregado la propia vida.


Tomás Melendo Granados

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