LEVÍ


Hace sólo un rato que pasó la medianoche. Está sereno el cielo. Naval, un zagalejo de veinte años, jefe inmediato y buen camarada de Leví, ha iniciado su turno de vela y da un paseo alrededor del rebaño. Leví, como cada noche, queda dormido sobre el revoltijo de cayados y zurrones. Media docena de pastores que dialogaban en torno a las brasas en las horas largas de la tarde dormirán hasta la madrugada.
No, hasta la madrugada no.
Leví nunca supo qué había pasado de verdad.
Le despertó Naval, sacudiéndole por un brazo y gritándole prisas. ¡Qué sueño! ¿Cómo es posible? Si acababa de dormirse. Pero ¿qué pasa? ¿Dónde me llevas? ¿Luces? ¿Angeles? ¿El Mesías? Leví no entiende una palabra. Se frota los ojos. Naval le arrastra, no han de llegar tarde. Se fueron todos, y el rebaño ha quedado solo. Naval dice que no importa, da lo mismo, hay que ver al Mesías. ¿Al Mesías? Luces y ángeles...
Cantaron suave, los ángeles de Belén, que no despertaron a Leví. Se quedó solo.
Ya corrían los pastores al portal, el uno con requesón, con leche, con pan; con nueces y con miel los otros cuando dijo el mayoral que Naval regresara a despertar a Leví para que tampoco el pequeño faltara al homenaje que habían de rendir al Mesías. Pobre Leví. No comprende, no puede comprender. ¿Qué sabe él del Mesías si apenas algún sábado acudió a la lección de la sinagoga? Siempre con su madre, con su madre enferma. Le irá a contar lo que está pasando, quizá ella sepa. «Explícame, Naval». Lo contará a su madre, y de paso acariciará el corderillo que cada día a la puesta de sol lleva a la choza para que durante el invierno pase mejor la noche. No es que haga frío este invierno, pero su cordero merece otro trato. Algunas noches refresca, ha visto él que las ovejas se aprietan unas a otras para calentarse. ¡Qué raro! Naval le lleva hacia la gruta de Absalón ¿Por qué corremos tanto? A estas horas venir corriendo a la gruta de Absalón... Luces. ¿Habrá fuego? Pero si en la gruta no queda más que un establo viejo, y desde la última vez que acamparon aquí los beduinos nadie ha traído leña... ¿El Mesías? ¿Quién será el Mesías, y qué tiene que hacer en esa gruta? Ya llegamos, Naval no habla, respira fuerte.
Desde un rincón a la entrada de la gruta, Leví contempla el homenaje de los pastores al Niño Jesús. Pasa primero el mayoral. Hay junto al pesebre un hombre joven y una muchacha que sostiene en brazos al niño chiquitín. El hombre joven está de pie, y la muchacha sentada. El mayoral hace un sin fin de reverencias, se postra ante la muchacha y alarga al hombre los regalos. Y luego pasan todos, cuatro, cinco, los seis pastores; y Naval. Repiten las inclinaciones, se arrodillan. Sin darse cuenta, en su rincón, Leví también se ha puesto de rodillas. Lo ha visto, lo ha mirado todo, pero al fin los ojos quedan clavados en el niño chiquitín. El Mesías... Así, tan pequeñito. Y blanco, tan blanco. Se parece a su corderillo, al cordero de Leví, que ahora dormirá a los pies del catre de la madre. Blanco, igual que el cordero. Qué raro todo esto. Y qué bonito el Niño...
Clavados los ojos en el Niño, Leví no se da cuenta de que salieron todos los pastores. Queda él solo en la gruta. La muchacha será la Madre, le mira, le sonríe bondadosa; y pregunta:
– ¿Y tú? ¿No tienes nada que ofrecer?
Leví se sobresalta. Mira a la señora, otra vez al niño, mira al hombre...
No contesta, da una sonrisa a la sonrisa de la señora bondadosa. Se levanta. Media vuelta, y sale disparado. Corre Leví. Tú también tienes algo que ofrecer. Corre. No sea que se vayan. El Mesías. ¡Qué niño tan blanco! Detrás el hombre. Y la señora. Leví no regresa al campo de los pastores. Va, corre a su choza, a la choza de su madre. El también tiene algo que ofrecer, sí, a la guapa señora.
Ha entrado de puntillas en la choza. La madre duerme, y no quiere despertarla. Además, tendría que dar explicaciones, ¿qué iba a decir? El no puede ofrecer más que una cosa al niño y a la señora, una cosa que quiere mucho y que es todo su tesoro.
Ahí está el corderito a los pies del catre. Como todas las noches. Pero hoy será distinto. Leví no piensa, no quiere tener pena. Coge cuidadosamente el cordero, lo abraza, lo aprieta; sale de la choza, y otra vez a correr. ¡Cómo corre este chaval! Ha de llegar enseguida no sea que se vayan, él tiene también qué ofrecer, tiene un regalo.
Al trote entra Leví en la gruta. La señora ha dejado al niño recostado en el pesebre. El hombre no está, habrá ido a buscar leña.
– Toma.
Leví alarga sus brazos con el corderito. Toma. Sin palabras. Es todo, todo mío. Toma, mira qué bonito. Se parece a tu niño. Toma, te lo doy. Para él. Y para ti. Ya no tengo más. Toma.
La mujer coge el cordero. Lo acaricia, lo besa. Qué contento pone a Leví verla sonreír. Casi no se acuerda de que ya no tiene cordero, ya no tiene nada.
– Y tú ¿qué quieres?
– Déjame al niño.
– Pero ten cuidado, no lo despiertes.
Ha puesto el niño en la cuenca de los brazos de Leví. No se me caerá, no, estoy acostumbrado ¿Ves que así acariciaba a mi cordero?
– ¿Me dejas besarlo?
La mujer sonríe. Sí; sonríe.
Leví ha besado al niño. Un beso largo, en la frente. Un beso suave, cuidadoso, para no despertar al niño dormido.
Ahora Leví devuelve el niño a la señora. Un ademán casi brusco, rápido. No dice nada, tiene los labios apretados.
– Adiós, Leví.
No contesta. La señora le ve salir otra vez disparado como una flecha. La señora, la señora ya sabe...
Apretados los labios como si no quisiera que algo le escapara de la boca. Leví corre hacia la choza. Tampoco esta vez regresa al campo de los pastores. Naval, que le ha echado en falta, viene por el sendero a buscarle. «Leví ¿dónde vas? Te esperamos. Leví, Leví». El no contesta. No mira. Corre. Ha de llegar. Te traigo un beso. Un beso del Niño. Es el Mesías. Y su Madre, la Señora. Le regalé el corderito y te traigo un beso. Verás verás...
La choza. Ahora Leví entra corriendo. Se abalanza sobre su madre, la abraza, ¿qué quieres hijo?, y sin decir una palabra la besa largo, apretadamente en la frente.
– Hijo, hijo ¿qué me has hecho?
La madre ha sentido un latigazo por sus nervios. Se incorpora. Abre los ojos: ¡Ve! Su hijo, el catre, la choza. Ve. Una sensación de bienestar la invade. Está curada. Mejilla con mejilla, abrazada a su hijo, llora...
– Hijo, ¿qué ha sido? Estoy curada, curada...
Leví no contesta. Llora, ríe. No contesta. Nada, madre. Te traje un beso del Niño. Le di el corderito, se lo di, te traje un beso. Y la Señora, la Señora...

José María Javierre
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