EL PEQUEÑO ESTABLECIMIENTO DE DON ANSELMO (CUENTO DE NAVIDAD)

Cuando alguien ofrece gratis lo que no puede comprar todo el oro del mundo, nadie le cree. Supongo que eso era lo que le sucedía a Don Anselmo. “Navidades a 0 euros”... La gente se reía del cartel que había colocado en su pequeño establecimiento. “¿Qué se habrá pensado, que somos todos tontos? Las Navidades son caras, y eso lo sabe cualquiera. ¡Que se lo pregunten a los Reyes Magos! ¡O a mi suegra, que es quien organiza la cena de Nochebuena este año! ¡O a mí, que tengo dos hijos, tres hermanos, y otros tres cuñados caprichosos que no se conforman con nada! ¡A otro perro con ese hueso!”. Semejante comentario, cazado al vuelo de labios de un cuarentón con bufanda que pasaba por allí, se repetía una y otra vez. Es cierto que el pequeño establecimiento de Don Anselmo estaba en una galería poco visitada en estas fechas, y muy poco visitada el resto del año. Pero el buen hombre se había encargado de colocar el mismo letrero en la puerta de la galería que daba a la calle: “Navidades a 0 euros”.
No muy lejos de allí, en uno de esos supermercados que tienen de todo y que ahora se llaman “grandes superficies”, las navidades costaban, al menos, doscientos euros. Si uno las quería medianamente decentes, trescientos. Y si uno quería unas navidades de verdad, con langostinos, buey de mar, cordero y champán francés, fácilmente podían salirle las fiestas por cerca de los mil si la familia era amplia. Las cajeras no daban abasto. Era tal el número de personas que se amontonaban frente a las cajas, que, además de los doscientos, trescientos, o mil euros, las navidades costaban media hora de espera. Y, sin embargo, en el pequeño establecimiento de Don Anselmo, donde las Navidades costaban 0 euros, no había nadie.
En el pueblo donde vive Don Anselmo, prácticamente todo el mundo tiene coche. Coches grandes, coches pequeños, motocicletas y hasta algún taxi. Por eso, algunas personas, que no se conformaban con las colas de ese supermercado que tiene de todo, cogían el coche y se desplazaban a un comercio aún más espacioso. Era uno de esos que están en las márgenes de las autopistas, con varias plantas, y en los que, además de los langostinos y el champán francés, puedes comprar juguetes, camisas, ordenadores y hasta un microondas de última generación. Claro que, allí, las navidades más baratas costaban cerca de mil euros. Las más caras, nadie lo sabe. Todas las plantas de aquel comercio estaban repletas de gente. Habían tenido que contratar vendedores de temporada, generalmente chicos jóvenes y madres con apuros, a quienes no les venía mal un dinero extra. Los chicos jóvenes, la madres con apuros, y los vendedores de toda la vida sudaban la gota gorda atendiendo a la enorme cantidad de compradores que había llenado el parking del comercio. Las cajas se abrían y se cerraban, pasaban tarjetas de crédito a toda velocidad... Y, sin embargo, en el pequeño establecimiento de Don Anselmo, donde las Navidades costaban 0 euros, no había apenas nadie.
Digo “apenas nadie”, porque aquella galería donde tenía Don Anselmo su pequeño establecimiento no estaba siempre vacía. El día de Nochebuena, cuando todos los comercios, incluso el que tenía varias plantas, habían cerrado sus puertas, aquella galería seguía abierta e iluminada. A las doce menos cuarto de la noche, ya después de la cena, una familia con sus tres hijos cruzó las puertas. No venían muy contentos, porque la cena había sido un desastre. Resulta que la abuela había cogido fiebre a última hora, y no hubo más remedio que llevarla al hospital. Cuando volvieron, ya no era fácil comer los langostinos, porque pelar un langostino mientras arropas a la abuela y le echas las gotas en el agua no es tarea fácil. Además, la pobre no paraba de gemir. A las once y media, al fin se durmió, y ellos decidieron salir de casa con dos bocados y medio.
“Este Don Anselmo ya no sabe qué inventar para que le hagamos caso”, decía el padre de familia mientras leía el cartel en las grandes puertas de la iglesia. Una vez dentro, se acercó al pequeño establecimiento del buen hombre, que allí seguía, sentado, esperando a que alguien -quizá aquel padre- se acercase. “Navidades a 0 euros”, se leía, de nuevo, en la entrada de madera. Se arrodilló frente a Don Anselmo: “Ave María Purísima. Hace un mes que no me confieso”... tras apenas cinco minutos, aquel hombre salió con el rostro iluminado. Llevaba la Navidad dentro, y se le salía por los ojos. Poco después, Don Anselmo abandonaba su pequeño establecimiento, se revestía para la Misa del Gallo, y rezaba sus oraciones mientras más gente iba llegando a la iglesia. Cuando la Misa finalizó, y después de que los fieles hubieron besado al Niño Jesús de manos del sacerdote, el padre de familia que había confesado sus pecados para comulgar dignamente, mientras salía, miró al confesonario, y se dijo: “realmente, Dios está regalando Navidad desde este lugar”. No pudo evitar leer de nuevo al cartel: “Navidades a 0 euros”. “¡Este Don Anselmo!”.
José Fernando Rey Ballesteros

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