A lo largo de estos últimos años, he comentado alguna vez con
algunas personas lo bien que se siente uno cuando se hacen bien las cosas, y
por los demás. Cuando uno se entrega a
otro, cuando consigues sacar una sonrisa de una persona desolada, o cuando
arrancas una carcajada de un niño, o cuando le das un abrazo a un amigo y
sientes de verdad que lo ha agradecido, cuando haces una llamada a una persona
y te imaginas su sonrisa al otro lado del auricular, o simplemente compartes
unos momentos con unos amigos. Creo que todo esto no tiene precio. Pero esto
sólo se consigue si tienes un corazón abierto, y lo das.
Dos personas no se conocen hasta que no han compartido sus
sentimientos. Ciertamente, muchas veces vamos tan rápidos en nuestro ritmo de
vida que parecemos máquinas sin sentimientos.
No nos paramos a pensar si el que tenemos a nuestro lado nos
necesita, o qué siente.
No hablo de desconocidos, que como es lógico, es más difícil,
hablo de los más cercanos a nosotros. Y nos pasa a todos.
Nos han enseñado desde pequeños, por lo menos a mí, lo
importante que es valorar lo que se tiene, y no ansiar lo que no se tiene.
Disfrutar de lo que Dios nos ha dado, y agradecerlo sin parar. Eso se descubre
cuando uno tiene un corazón lleno de amor, no lleno de cosas superfluas.
Muchos de nosotros somos unos privilegiados y tenemos que dar
gracias por haber nacido en una familia
cristiana, católica y haber tenido una formación como la que nos han dado y así
y todo, no siempre vivimos como verdaderos cristianos. Ojalá nos pudieran
identificar por la calle como tales: por la manera de vivir, de actuar, de
hablar, y de comportarse. Pero por desgracia algunas veces no lo hacemos, nos
da vergüenza y no somos capaces de demostrarlo.
Pensamos más en nuestros éxitos exteriores que en nuestro
crecimiento interior.
Tenemos que poner nuestra escala de valores en orden. En esta
vida todo se contagia, y sería fantástico que hubiera una gran epidemia de
valores en nuestra sociedad para que todo funcionara mejor y el mundo tomara
otro rumbo, pero tenemos que empezar por nosotros mismos.
Tenemos que reconocer en primer lugar nuestras limitaciones,
y ser enormemente humildes, y, a partir de ahí, trabajar nuestra forma de ser
para eliminar todo aquello que nos aparte de lo moralmente correcto.
Tendemos a acomodarnos y a que nadie nos molesta, pero
algunas veces en nuestra vida, y no depende de nosotros, nos ha tocado vivir
situaciones que no nos gustan, que tenemos que cargar con ellas, que no estaban
en nuestros planes, y de repente nos las hemos encontrado de frente o nos hemos
visto involucrados en ellas sin darnos cuenta. Estas situaciones nos aturden y
otras veces no las entendemos, pero está claro que, como nos toca vivirlas,
debemos hacerlo de la mejor manera posible. En estos casos tenemos que tener
paciencia, mucha, y sobre todo hay que trabajar enormemente la humildad.
Ojalá que poco a poco vayamos cambiando a mejor. No nos
olvidemos de vivir con verdaderos valores, de fijarnos en las cosas que de
verdad importan, y en lo que merece la pena para que cuando nos preguntemos” ¿Cómo
nos sentimos?”. No nos sintamos demasiado mal y, que, con el tiempo, nuestros
hijos y nietos alguna vez digan: “Ellos lo intentaron y también nos lo
enseñaron, hagamos nosotros lo mismo”.
Antonio
Comentarios