Cuando me distraigo en cosas banales e incluso cuando me salgo de mi camino, el
corazón se seca y se siente vacío.
Siente sed, mucha sed. Entonces, como una brújula, el corazón vuelve a buscar
su norte: sólo allí encuentra descanso, paz profunda y verdadera. Si soy
humilde, si acepto mi miseria y reconozco que necesito ayuda, me dirijo de
nuevo a la casa del Padre: allí
encuentro siempre, siempre, unos brazos abiertos y un Padre Misericordioso que
me hace fiesta.
Desde mi bautismo, aquí lo tengo, dentro, o mejor, Él me
tiene. Su presencia en mi alma es como una brasa ardiente que no se apaga, aún
cuando me olvido de ella: es luz, calor, vida. Pero no quema sin que yo se lo
permita. Hay que despertar la llama. Su presencia me acompaña a todas partes y
yo trato de hacer lo mismo: una especie de cielo anticipado. Haga lo que haga,
esté donde esté, en toda circunstancia: Él conmigo y yo con Él; así de simple.
Es algo sumamente bello.
Orar es estar con Dios, tratar familiarmente con Él, en la
intimidad del corazón. La oración es como una peregrinación al misterio de Dios
en la penumbra de la fe. Orar es avanzar por el camino interior hacia los
brazos del Padre, con la guía del Espíritu Santo y teniendo a Jesucristo como maestro y
modelo. El alimento del orante es la Eucaristía; Él mismo cocina para mí, me
nutre con su cuerpo a lo largo del camino, me lleva a verdes pastos y repara
mis fuerzas.
La vida interior más que camino es caminar; caminar en el
desierto donde no hay caminos. Cuentas con la guía segura del Espíritu. En el
desierto se afina el oído, percibes cada vez con mayor facilidad el sonido del
silencio, un silencio que no es soledad ni vacío, es un silencio habitado por
Jesús. Poco a poco vas aprendiendo a gustar y disfrutar la belleza del
desierto; es vivir de fe, esperanza y caridad, como María.
La vida cristiana es creer en Dios, esperando todo del y
corresponder a su Amor. Dios me ofrece un lugar junto a Él en el cielo y me
promete la fuerza del Espíritu Santo a lo largo del camino, y yo confío en Él,
le doy crédito, trabajo todo lo que puedo y me abandono con Él, me entrego y lo
poseo. Eso es vida cristiana y vida de oración.
Es un camino en que vas de subida y vas afondo. A cada paso se revela la profundidad
del misterio de Dios. Conforme avanzas, te vas despojando de todo; estás cada
vez más solo. A medida que te vas quedando solo, disfrutas más su compañía:
sientes que te envuelve y que te impregna la brisa del Espíritu y eso basta y
desborda. Tienes la certeza de la mirada amorosa del Padre que te da seguridad;
te sientes protegido por sus brazos. Te sabes amado, muy amado, y cultivas la
certeza y la belleza de ser hijo de la Misericordia.
Misericordia, en eso se resume todo. Soy hijo de la
Misericordia
Antonio
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